LA LIGA 1984/85 El pasado mes de marzo se cumplieron treinta años de una efeméride histórica para el barcelonismo, como fue la consecución del título de Liga de la temporada 1984/85. Probablemente no sea la victoria de la que más hayan oído hablar las nuevas generaciones, pero para mí resulta transcendente, entre otras cosas porque fue mi primera Liga, o sea, la primera vez que vi al Barça vencer en una gran competición más allá de las clásicas Copas o Recopas [NOTA: Competición llamada así sólo en España, y que se correspondía con la denominada oficialmente “Cup winners’ cup]. Once años llevaba el FC Barcelona sin imponerse en la máxima competición nacional, puesto que el último título databa de la temporada 1973/74, con Johan Cruyff liderando el equipo y Francisco Franco encabezando la dictadura que gobernaba el país. A mí, todo aquello de la liga de Cruyff y del 0-5 en el Bernabéu me sonaba a prehistoria y jamás había visto jugar a aquel holandés volador del que tanto hablaban los mayores. La liga 1984/85 fue la décima en la historia del Club y aparentemente ponía fin a una travesía del desierto, aunque luego descubrimos con tristeza que ese título no sería más que un pequeño oasis en el trayecto, porque una vez conquistado volveríamos a hundirnos en el lodo durante seis largos años. No creo que traicione a la verdad si afirmo que aquella temporada se presentaba con muchas incógnitas, puesto que era el año I después de Maradona y el proyecto iba a estar encabezado por un entrenador desconocido para el gran público. Era Terry Venables, un inglés de currículum poco brillante –al menos comparado con sus predecesores Udo Lattek y César Luis Menotti- que se había formado como futbolista en un club escasamente popular por estas tierras llamado Chelsea. Nadie podía imaginar que ese equipo londinense se convertiría veinte años más tarde en uno de nuestros más duros y pertinaces rivales en competición europea. Cuando Venables fue fichado por el Barça, estaba entrenando al Queens Park Rangers, un conjunto de nombre exótico para el culé medio de la época. Y por si fuera poco, el novato entrenador inglés había rechazado a la estrella del Atlético de Madrid, Hugo Sánchez, porque prefería a un escocés rubio y endeble llamado Steve Archibald, a quien la mayoría tampoco conocíamos. A todo esto cabe añadir que Diego Armando Maradona había dejado el club en verano en dirección a Nápoles. El equipo que comenzó la temporada era fundamentalmente una mezcla de tres bloques de jugadores: los veteranos (Alexanco, Carrasco, Esteban, Gerardo, Migueli, Manolo, Moratalla, Schuster, Sánchez, Urruti y Víctor), los que quedaban del alud de fichajes del verano del 1982 (“Periko” Alonso, Julio Alberto, Marcos, “Pichi” Alonso y Urbano) y unos ilusionantes jóvenes de la cantera, que se habían consolidado recientemente en el primer equipo (Clos, Rojo y Calderé). A estos había que añadir al ya mencionado Archibald, al portero suplente Amador (en una época en que los guardametas reservas criaban telarañas en el banquillo) y a Salva, un líbero prometedor, del que todo el mundo hablaba maravillas, pero que por una razón u otra pocos habían visto jugar con continuidad. Las cuatro temporadas anteriores habían estado marcadas por el hecho insólito de que el título de liga hubiese estado monopolizado por equipos vascos, la modesta Real Sociedad de San Sebastián venció en las dos primeras ediciones (1980/81 y 1981/82), mientras que el histórico Athletic Club de Bilbao se llevaría a la capital de Vizcaya las otras dos ligas (1982/83 y 1983/84). En esos cuatro años el destino había sido muy cruel con nosotros los culés, puesto que un cúmulo de circunstancias desgraciadas y, por qué no decirlo, insólitas se cebó en el club azulgrana para hacerlo naufragar una y otra vez. A finales de la temporada 1980/81 se produce el secuestro de Quini, el delantero centro goleador del equipo, cuando el FC Barcelona se postulaba para el título y él lideraba la carrera por el Pichichi. La incertidumbre y la angustia que rodeó a los jugadores durante el mes en que Quini estuvo en manos de sus captores, sumió al equipo en una espiral de malos resultados suficiente para perder el título de Liga. Mientras el goleador asturiano estuvo fuera del once, el equipo sólo sumó un punto de ocho posibles. La temporada siguiente el golpe fue aun más duro, ya que a falta de seis jornadas, el FC Barcelona marchaba líder destacado con cinco puntos (más el goal-average) sobre la Real Sociedad. Parecía imposible que los donostiarras recuperasen esos seis puntos de distancia en tan breve período de tiempo, pero de forma inexplicable el equipo azulgrana se desconectó y únicamente sumó dos puntos de los doce posibles, lo que puso en bandeja el título al equipo vasco, que de esta forma conseguía la segunda Liga de toda su historia. Las cosas se empezaron a torcer una tarde de marzo, cuando una Valencia en plena resaca fallera vio como su equipo le endosaba un contundente 3 a 0 al Barça. Cabe decir que a los tres meses de iniciada la temporada, la estrella alemana Bernd Schuster había caído lesionado frente al Athletic de Bilbao, víctima del ímpetu de Goicoechea, defensa central de los vizcaínos. El alemán tardaría un año en recuperarse, circunstancia que, sin duda, también contribuyó a que los azulgranas perdiesen el título. En la temporada 1982/83 el fichaje de Maradona, junto con la contratación de lo más destacado del fútbol español, situó al club catalán como favorito indiscutible para alcanzar el título, pero de nuevo la mala fortuna conspiró para que se nos escapase el triunfo final. En esta ocasión fue una hepatitis que dejó al astro argentino en fuera de juego durante tres largos meses. Aun así, el equipo luchó hasta el tramo final, pero todo fue en vano. Finalmente, el último capítulo de la tetralogía vasca, la liga 1983/84, estuvo marcado por la brutal entrada del defensa del Athletic de Bilbao Goicoechea, que destrozó el tobillo de Maradona y lo envió al dique seco por más de tres meses. Sí, el mismo que había dejado fuera de combate a nuestro balón de plata germano, Bernd Schuster. Parecía cosa de brujas, pero una vez más el FC Barcelona veía como el mal fario se interponía en su camino para hacerle fracasar. No obstante, los azulgranas tuvieron opciones de lograr el título hasta la última jornada, pero por azares del calendario el Athletic se jugaba el triunfo en un partido final contra sus compatriotas de la Real Sociedad. Por supuesto, vencieron los rojiblancos. En medio de este ambiente de desilusión continuada y escepticismo general, se inició la temporada 1984/85, que después de todo lo visto se percibía como llena de incógnitas. Pero muy pronto saltó la banca, en la primera jornada los catalanes vencieron de una forma tan rotunda como inesperada en el campo del Real Madrid por 0-3. Parecía que definitivamente algo había cambiado. Además, una de las jóvenes promesas, Ramon Maria Calderé, había hecho un partido memorable con un gol y dos disparos al poste, en el que era su debut en Primera División. Lamentablemente, las imágenes televisivas que han quedado de ese encuentro histórico son escasas y de mala calidad, grabadas por una cámara del propio club blanco. La causa es que en esa temporada se vivió un conflicto de grandes dimensiones por los derechos de televisión, y por lo visto, la única forma de negociar que tenían los clubs –encabezados por José Luis Núñez- era causando un daño irreparable a todos los aficionados del momento, y también a los de décadas posteriores. Yo, con doce años de edad, no era capaz de entender el porqué de ese tipo de actitudes tan nocivas. Ahora, treinta años más tarde, sigo sin entenderlo. El asunto de los derechos de televisión no fue el único conflicto “político” que se produjo, ya que en una temporada especialmente convulsa se solaparon el contencioso que mantenía el sindicato de jugadores con la patronal, que desembocó en una huelga, con otro motivado por el reparto del dinero de las quinielas, que hizo que el calendario de la competición fuese ocultado por la asociación de clubs durante la primera fase de la temporada. El partido del Bernabéu no sería flor de un día, sino que permitió abrir una racha espectacular de quince partidos invictos, con diez victorias y cinco empates. Un hecho insólito de aquella temporada –uno más- fue que en la segunda jornada se produjo la ya mencionada huelga de futbolistas, a lo que los clubs respondieron alineando a sus jugadores aficionados, en el caso del FC Barcelona el tercer equipo, el ya desaparecido Barcelona “Amateur”. Los azulgranas superaron la contingencia con un holgado 4-0 frente al Real Zaragoza, en un partido en que se pudo ver sobre el césped del Camp Nou a un joven de La Masia que años más tarde saltaría a la fama: el turolense Luis Milla, que logró un espectacular gol de cabeza. La siguiente jornada no llegó a disputarse debido a la huelga, y el partido correspondiente –en campo del Elche- se desplazó de septiembre a noviembre. Aquel Barça clandestino, al que nunca veíamos por televisión, llegó al ecuador de la competición lanzado hacia el título con unas señas de identidad que se resumían en un neologismo que iba de boca en boca: el “pressing”. Aquel esquema diseñado por Venables tenía como elemento clave una intensa presión arriba, lo que daba lugar a un dinamismo en el juego poco visto por estas tierras. El fútbol que habíamos sufrido en los años inmediatamente anteriores era aburridamente conservador y anodino, en cambio, el Barça de Venables proponía algo diferente, que nos ofrecía unos partidos con más intensidad y vistosidad. El balance a mitad de competición –entonces se jugaban 34 jornadas- era casi inmejorable: once victorias, cinco empates y una única derrota, cómo no, en San Mamés, el feudo del temible –en todos los sentidos- Athletic de Bilbao. De entre las victorias de esta primera vuelta, recuerdo con especial intensidad las conseguidas en el Calderón frente al Atlético de Madrid (1-2) o en casa frente al Valladolid de “Pato” Yáñez y “Polilla” Da Silva por 4-2, después de remontar un 0-1 adverso que se transformaría en 4 a 1 a favor recién comenzado el segundo tiempo. También es digna de mención la victoria por 3-1 frente al Sevilla, en la que la tarde inspiradísima de Paco Buyo evitó una goleada de escándalo. La única derrota, la de San Mamés, llegó por un solitario tanto del entonces rojiblanco Julio Salinas. El once que se había consolidado hasta la fecha estaba formado por Urruti bajo los palos, Gerardo en el lateral derecho, posición que había arrebatado contra pronóstico al capitán Sánchez; Julio Alberto en el lateral izquierdo; los centrales eternos Migueli y Alexanco; Víctor y Schuster en el medio campo, a menudo acompañados por Calderé; y delante Carrasco en banda, Archibald como delantero centro y Rojo en la mediapunta. También tenía mucha participación Marcos, aunque a menudo partiendo desde el banquillo. En la segunda vuelta de la competición llegó el festival. El equipo alcanzó su nivel óptimo y las victorias se producían incluso con aparentemente con comodidad. El Real Madrid cayó en el Camp Nou por 3 a 2, con un golazo de Esteban disfrazado de Messi avant la lettre: arrancó desde la banda, recorrió la frontal del área sorteando rivales, y acabó enviando el balón al fondo de la red, ajustado al poste. El estadio entero estalló ante la belleza y transcendencia del tanto. El siguiente partido se convertiría en una de las mayores demostraciones de superioridad de la temporada, pero poco antes se produjo un hecho que hacía pensar que la mala suerte no había abandonado del todo el Club. En la previa del desplazamiento a la capital del Ebro, “Lobo” Carrasco estampó su flamante BMW contra un árbol y fue ingresado en el hospital con heridas de poca importancia, pero suficientes como para no permitirle viajar con el resto del equipo. Visitar La Romareda siempre había sido una asignatura complicada, pero con un 2 a 4 inapelable el equipo superó con creces el examen. Se hizo patente una de las características azulgranas de la temporada, la capacidad de superar adversidades y remontar encuentros que comenzaba perdiendo. En esta ocasión, el Zaragoza se había adelantado a los siete minutos, pero un cuarto de hora después el Barça ya vencía por 1 a 3 gracias a los goles de Clos, Esteban y Archibald. A estas alturas, la confianza del equipo era tal, que incluso se superó un gafe histórico como era El Sadar, el campo del CA Osasuna. Después de años de derrotas, algunas de ellas trascendentes, a los azulgranas no les tembló el pulso y vencieron a los navarros por 1 a 2. La goleada de la temporada se la llevó el Murcia CF, que llegó al Camp Nou en medio de una profunda crisis interna –los jugadores no cobraban y por lo tanto tampoco entrenaban- y se volvió a casa con un 6 a 0. En este partido, y ya con 4 a 0 en el marcador, Steve Archibald intentó conseguir un gol directo de saque de centro, pero el balón salió alto por poco. Otro de los grandes rivales, el Atlético de Madrid, que aún contaba con Hugo Sánchez en sus filas, no pasó del empate en el Camp Nou gracias a un penalti que el gran Urruti logró detener al mejicano. Una acción premonitoria de lo que ocurriría un mes más tarde. El momento cumbre de la temporada –junto con la victoria en Zaragoza- llegó la semana siguiente al choque con los rojiblancos. El FC Barcelona visitaba el Luis Casanova de Valencia, uno de los campos más difíciles de la competición, pero fue precisamente ahí donde Schuster y sus compañeros dibujaron la obra maestra de aquella Liga, dejando un 2 a 5 para la historia y que incluía un gol del alemán robando un balón en medio campo, y lanzándose hacia la portería contraria perseguido de forma infructuosa por varios rivales. Cuando llegó al área, colocó un balón lejos del alcance de Sempere, sin dar muestras de cansancio tras un sprint de cincuenta metros. Una vez más, el rival se había adelantado en el tanteador, en esta ocasión gracias a un gol tempranero obra de Roberto Fernández –años más tarde jugador del Barça- que había perforado la portería azulgrana en el minuto 12. Pero de nuevo una reacción fulgurante del Barça permitía que veinticuatro minutos después el luminoso ya indicase un 1-4 espectacular. Este fue otro partido que no pudimos ver y que hoy debería estar en todas las videotecas. Ignoro si se conservan únicamente lo goles, o el partido completo. En esa temporada sin fútbol televisado y con resúmenes rácanos, la radio fue más importante que nunca; ya podía ser sintonizando a Fernández Abajo en Cadena Catalana o a Joaquim Maria Puyal en Ràdio Barcelona, el transistor era una herramienta indispensable en unos tiempos en que internet no existía y menos aún las app y los teléfonos móviles. Lo cierto es que para ver imágenes del Barça existía una alternativa curiosa y bastante popular en aquellos tiempos: una pequeña productora llamada Video Soncosa grababa todos los partidos en video desde unas localidades de la grada, para después editar las imágenes, ponerles sonido ambiente enlatado y añadir unos comentarios bastante sui generis. Estos videos se comercializaban bajo el lema “El video-club del Barça” y fueron desapareciendo conforme el mercado de los derechos de imagen se consolidaba. A mí aún me faltaban algunos meses para hacerme socio, de forma que, salvo contadas excepciones, ni siquiera podía ver los partidos de casa. Mi alta en el club –como infantil- no llegaría hasta mayo de 1985, fecha en que recibí el carnet con el número 110.681. Avanzando en el calendario, nos encontramos que una victoria en el Camp Nou frente al Málaga nos otorgó el primer match-point de la temporada. No podía evitar la sensación de estar a las puertas de un momento histórico, largamente deseado por todos los culés tras once años de angustiosa espera. Esa primera opción llegó el domingo 17 de marzo, cuando los azulgrana viajaban al Rico Pérez de Alicante a enfrentarse al débil Hércules. El Barça podía resultar campeón tanto empatando como ganando, pero no dependía de sí mismo, sino que estaba a expensas de lo que hiciera el Atlético de Madrid frente al Valladolid. Al final, se dio la peor de las combinaciones, puesto que el FC Barcelona perdió mientras que los rojiblancos se hacían con los dos puntos. Algunos aficionados pudieron ver en directo los minutos finales del encuentro, ya que TVE conectó por sorpresa por si se producía el alirón culé. A dos minutos del final, y con empate a cero en el marcador, una caída teatralizada de un jugador local tras una carga de Schuster sirvió para que el árbitro señalase penalti. Urruti no pudo hacer nada y el equipo local se anotó el primer y único gol del partido, que provocaría la segunda derrota del barcelonista en el campeonato. Los viejos fantasmas volvieron a asomar la nariz por Can Barça, en forma de miedos ancestrales por títulos perdidos de forma poco clara en los que, a menudo, los árbitros tenían un papel determinante. Uno de los mantras de la temporada volvía a estar en boca de todos: “Este club sólo puede ganar la liga si saca muchos puntos de ventaja a sus perseguidores, porque en caso contrario se la birlan impunemente”. Yo estaba convencido de que tenían razón y ahora, décadas más tarde, lo sigo estando. He visto arbitrajes escandalosos en la Liga española, ya sea en contra del Barça o a favor de nuestro máximo rival, hasta muy entrados los años ochenta. Las viejas costumbres no se borran de un plumazo. Perdida la oportunidad de Alicante, quedaba un segundo match-ball y de nuevo fuera de casa. La ocasión sería el 24 de marzo, en el José Zorrilla de Valladolid contra el equipo de la capital del Pisuerga. Los castellanos, que ya habían dado muchos problemas a los azulgranas en el partido de la primera vuelta, no iban a ser un rival fácil dado que se estaba jugando la permanencia en Primera División. La diferencia con el segundo clasificado, el Atlético, era de ocho puntos más el goal-average y tras el partido de Valladolid quedarían únicamente cuatro jornadas, de forma que bastaba con mantener esa diferencia para proclamarse campeones matemáticamente. Obviamente, el modo de asegurar que la diferencia de puntos no decreciera era ganar el partido, independientemente de los hiciesen los “colchoneros”. El Barcelona saltó al campó ese día con Urruti; Gerardo, Migueli, Alexanco, Julio Alberto; Víctor, Schuster, Rojo; Clos, Archibald y Marcos. Más tarde intervendrían también Calderé y Carrasco. Por parte del Valladolid ya no estaba el “Polilla” Da Silva, pero sí “Pato” Yáñez y, por encima de todo, el genio hondureño Jorge “Mágico” González, incorporado a media temporada, a modo de exilio en el frío de la Meseta. Su comportamiento indisciplinado en el Cádiz en aquel momento en Segunda División- había motivado que lo facturasen a Castilla en lo que parecía un castigo para un hombre tan amigo del clima y la cultura sureña. En los últimos instantes de aquel encuentro intervino también una joven promesa de los vallisoletanos llamada Eusebio Sacristán. A los nueve minutos de iniciarse el partido, un córner servido por Schuster era rematado de forma acrobática por Clos, que introdujo el balón en las mallas golpeándolo con alguna parte del cuerpo indeterminada entre el hombro y pecho. Los jugadores locales salieron en tropel a rodear al árbitro reclamando una mano que no se había producido. Cómo era de esperar no consiguieron que el árbitro modificase su decisión, pero sí lograron que los medios de comunicación nacionales repitiesen una y otra vez la jugada buscando una mano del ariete mataronense con que desvirtuar la victoria del Barcelona. Sólo tres minutos después, en un magistral lanzamiento de falta, “Mágico” González lograba el empate y alejaba el título de las manos azulgranas. No sería hasta el minuto diecinueve del segundo tiempo en que llegaría el deseado gol de la victoria que, como ocurrió en el primer tanto, vendría a la salida de un córner. En este caso fue Víctor quien ejecutó el lanzamiento desde la derecha del ataque barcelonista, para que Alexanco, aprovechando su altura, rematase limpiamente de cabeza y enviase el balón a las mallas. Era el gol que daba la Liga después de más de una década de espera y de una temporada memorable. Pero claro, se trataba del Barça, y por lo tanto nada podía ser fácil: en el minuto 88, exactamente el mismo que una semana antes en Alicante, el árbitro se inventaba un penalti a favor del Valladolid. Los fantasmas volvían a campar a sus anchas por las mentes de jugadores, aficionados y periodistas, “¿Quedará el alirón pospuesto otra semana más?”, “¿Será posible que no nos dejen ganar la Liga, maldita sea?” La pena máxima iba a ser ejecutada nada menos que por “Mágico” González, pero enfrente tendría a otro González, Urruti, gran atajador de penalties. En ese momento TV3, la televisión autonómica, ya había conectado con el Nuevo Zorrilla -de forma totalmente clandestina- con la intención de ofrecer a todos los hogares catalanes el primer alirón azulgrana de la democracia. Aquel penalti podía frustrarlo todo. El hondureño lo tiró flojo, a la derecha del portero vasco que se lanzó como un felino y atrapó el balón. Literalmente. No lo despejó, sino que se quedó aferrado a él como si fuese el mismísimo trofeo de campeón de Liga. Mientras tanto, la antena de Ràdio Barcelona emitía una declaración de amor que hizo fortuna, un cántico que llegó para instalarse de forma definitiva en el corpus mítico del barcelonismo, el “Urruti, t’estimo” (Urruti, te amo) de Joaquim Maria Puyal. Una expresión improvisada, salida del alma del periodista barcelonés que con los años ha servido para etiquetar una temporada entera, como luego lo fueron las “Ligas de Tenerife” o “la del penalti de Djukic” y antes lo había sido “la Liga de Cruyff”. El tiempo se detuvo en la mente de todos culés, pero cuando la realidad se descongeló hubo más gestos que pasaron a la historia. La primera reacción de Urruti después de esos pocos segundos que parecieron eternos fue dar un puntapié al balón con todas sus fuerzas, luego abrazarse efusivamente con sus compañeros y finalmente, ya en solitario, ejecutar una colosal botifarra (corte de mangas) al viento. Más tarde le preguntaron si aquel gesto iba dirigido alguien en especial, pero era una pregunta retórica porque todos habíamos sentido esa botifarra como propia y sabíamos que iba dedicada a todos los obstáculos que se había encontrado el club en sus intentos sucesivos por ser campeón: a la mala suerte, a los rivales violentos, a los arbitrajes nefastos, a las cacicadas del sistema. Los dos minutos finales se hicieron muy largos, pero no alteraron el marcador. Cuando el árbitro señaló el final, se produjo la segunda explosión de la tarde, Barcelona saltó por los aires como una olla a presión que llevaba demasiados años sin poderse liberar. Los culés se lanzaron a las calles en dirección a Canaletes con el mismo ímpetu con que los jugadores suplentes saltaron al césped a abrazarse con sus compañeros. La décima Liga ya estaba aquí, ganada por aplastamiento, con un fútbol de otro nivel, porque como ya se sabe “si no la ganamos con mucha diferencia, nos la birlan”. Recuerdo mi primer día de clase después de la victoria en Valladolid, mi obsesión era esperar la llegada de un compañero que alternativamente apoyaba al Real Madrid y al RCD Español, pero que en cualquier caso siempre estaba en contra del Barça. Cuando por fin traspasó la puerta, me quedé atónito al verlo entrar puño en alto cantando “Barça! Barça!” y con un escudo del club cosido en la mochila. Treinta años más tarde seguimos siendo amigos y yo sigo sin saber realmente cuál es su equipo, pero él no tiene inconveniente en asegurar que el Barça de Guardiola es el espectáculo más grande que ha visto jamás. Pasada la euforia y las celebraciones multitudinarias por la ciudad, el equipo dejó de pisar el acelerador, como exhausto por lo que había hecho en las primeras treinta jornadas del campeonato. Los últimos cuatro encuentros se saldaron con una victoria y tres empates, un pobre balance que, no obstante, permitió a los azulgrana igualar el récord histórico de puntos, establecido por el Real Madrid de la temporada 1979/80 con 53. Además, la diferencia de goles a favor y en contra mostró un saldo tan elevado (44), que no se veía uno mejor precisamente desde la Liga de Cruyff, la temporada 1973/74. El máximo goleador del equipo fue Steve Archibald, con 15 dianas, seguido por Bernd Schuster con 11. Hoy en día pueden parecer cifras bajas, pero hay que tener en cuenta que en aquella temporada el “pichichi” fue el mejicano Hugo Sánchez con 19 goles. Llama la atención que entre los dos centrales titulares (Migueli y Alexanco) consiguiesen nada menos que siete tantos, prueba de la importancia de las jugadas de estrategia en el modelo Venables. El fútbol que el entrenador inglés propuso aquella temporada, con evidente éxito, se basaba en una disposición 4-3-3, cuyo eje atacante estaba formado por un extremo inicialmente Carrasco, más tarde Clos-, un mediapunta (Rojo) y un delantero centro clásico (Archibald). También era muy frecuente la presencia de Marcos. La característica principal era, como es sabido, el célebre “pressing” que asfixiaba a los rivales, junto con los desplazamientos largos de balón de Schuster, que reinaba en el centro del campo con ayuda de sus escuderos Víctor y Calderé, aunque este último solía tener más proyección ofensiva que el aragonés. Finalmente, la guinda de todo aquello eran los goles a menudo estrambóticos del rubio escocés Steve Archibald. Los jugadores más utilizados por líneas fueron Urruti bajo los palos; Gerardo (en el primer tercio de competición su lugar en el lateral derecho lo ocupó Sánchez), Migueli, Alexanco y Julio Alberto, en la defensa; Schuster, Víctor y Calderé en el centro del campo; y en el ataque los minutos estuvieron mucho más repartidos entre Archibald (el que más jugó), Rojo, Carrasco, Esteban y Marcos. Las escasas rotaciones en el once propias de la época provocaron que algunos jugadores se quedasen inéditos o casi inéditos: Amador (portero suplente), Salva, Moratalla y Manolo (defensas), Urbano y Periko Alonso (centrocampistas, y este último padre de Xabi Alonso) y “Pichi” Alonso (delantero). Al final, tan sólo dos derrotas en toda la competición, la primera en San Mamés (1-0), un campo extremadamente complicado en aquellos tiempos y la otra en el partido ya reseñado de Alicante, con un penalti seguramente inexistente. Aquella temporada, de alguna manera, el club entero estuvo tocado por una varita mágica. Cinco días antes de la tarde gloriosa de Valladolid, el equipo de baloncesto había logrado su primer título europeo, una Recopa, tras vencer en un emocionante y emotivo partido disputado en Grenoble al Zalguiris de Kaunas, conjunto lituano en el que despuntaban unos todavía poco conocidos Sabonis, Homicius, Kurtinaitis y Iovaisha. La final se decidió en los últimos segundos y sirvió para consolar a aquel fabuloso equipo de los Epi, Solozábal, Sibilio y compañía de la dolorosa derrota sufrida un año antes en la final de la Copa de Europa. Pero esto no era todo, ya que el destino reservaba a los culés más emociones fuertes con final feliz. El 20 de abril, menos de un mes después del Urruti, t’estimo!, el equipo de balonmano debía disputar en el Palau Blaugrana el encuentro de vuelta de la final de la Recopa de Europa (¡otra vez la Recopa! No hay historia de amor igual entre un club y una competición) frente al CSKA de Moscú. En el partido de ida, en la capital de la URSS, se había producido una abultada derrota azulgrana por nada menos que siete goles de diferencia, en medio de un festival de exclusiones y lanzamientos de 7 metros en contra. Pero el Palau se llenó hasta la bandera con la intención de lograr el hito y su cúpula de hormigón resonó como tantas veces la hemos oído en las grandes ocasiones. A falta de diez segundos, aún faltaba un gol para hacer inútil la victoria soviética en el partido de ida, pero el Barça debía poner el balón en juego mediante un golpe franco. Diversos pases en corto para consumir el tiempo y a falta de uno o dos segundos, la estrella azulgrana Eugeni Serrano colgó un balón imposible al extremo, que el veloz Joan Sagalés cogió al vuelo en un fly casi irreal para flotar sobre el área enemiga y depositar el balón en el fondo de la portería soviética. La alegría fue indescriptible, con invasión de pista incluida. Por si fuera poco, el 30 de junio la sección de hockey patines logró su décima Copa de Europa -octava consecutiva- tras vencer al FC Porto en el partido de vuelta de la final por 6-4, remontando el 5-4 que traían los portugueses de tierras lusas. De igual modo que en el baloncesto y el balonmano, el título se decidió en los últimos instantes: el partido había finalizado con el mismo resultado que en la ida, pero con los papeles invertidos, motivo por el cual se tuvo que recurrir a la prórroga. Cuando ambos equipos parecían encaminarse hacia la tanda de penalties, surgió el stick siempre oportuno de Joan Ayats, quien a falta de sólo 46 segundos para la finalización, logró el sexto y definitivo tanto para los azulgranas. De nuevo, el Palau Blaugrana explotó con miles de culés gritando como un solo hombre para celebrar una nueva y agónica victoria de este club mágico. Una temporada para no olvidar, aquella 1984/85.
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