EL TEMPLO DE MADERA Italo Calvino En Japón lo que es producto del arte no esconde ni corrige el aspecto natural de los elementos que lo componen. Es ésta una constante del espíritu nipón que los jardines ayudan a comprender. En los edificios y en los objetos tradicionales son siempre reconocibles los materiales de que están hechos, igual que la cocina. La cocina japonesa es una combinación de elementos naturales cuya intención es sobre todo realizar una forma visual, y estos elementos llegan a la mesa conservando en gran parte su aspecto de origen, sin haber sufrido las metamorfosis de la cocina occidental para la cual un plato es tanto más una obra de arte cuanto más irreconocibles son sus ingredientes. En el jardín se han juntado los diversos elementos siguiendo criterios de armonía y criterios de significado, como las palabras en un poema. Con la diferencia de que estas palabras vegetales cambian de color y de forma en el curso del año y todavía más con el pasar del tiempo; cambios total o parcialmente calculados en el proyecto del poema-jardín. De izquierda a derecha: Mirei Shigemori, Shôji Sadao e Isamu Noguchi en Japón, c. 1957, encajando las piedras para el Jardín japonés, sede de la Unesco, París. 18 Y ésta es otra constante que los jardines ponen en evidencia: en Japón la antigüedad no tiene su sustancia ideal en la piedra, como en Occidente, donde un objeto o un edificio se considera antiguo sólo si se conserva materialmente. Aquí estamos en el universo de la madera: lo antiguo es lo que perpetúa su diseño a través de la continua destrucción y renovación de los elementos perecederos. Esto vale para los jardines tanto como para los templos, los palacios, las casas y los pabellones, todos de madera, todos muchas veces devorados por las llamas de los incendios, muchas veces enmohecidos y podridos o convertidos en polvo II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO por la carcoma, pero rehechos cada vez pieza a pieza: los techos de capas de corteza de ciprés prensada que se renuevan cada sesenta años, los troncos de los pilares y de las vigas, las paredes de tablas, los cielorrasos de bambú, los pavimentos cubiertos de esteras (los infaltables tatami, unidad de medida de la superficie de los interiores). En la visita de los edificios pluriseculares de Kioto, el cicerone indica cada cuántos años se procede a sustituir este o aquel pedazo de la construcción: la caducidad de las partes realza la antigüedad del conjunto. Surgen y caen las dinastías, las vidas humanas, las fibras de los troncos; lo que perdura es la forma del edificio, y no importa si cada pedazo de su soporte material se ha quitado y cambiado innumerables veces, y si los más recientes huelen a madera apenas talada. Así el jardín continúa siendo el jardín diseñado hace quinientos años por un arquitecto poeta, aunque cada planta siga el curso de las estaciones, de las lluvias, del hielo, del viento; así los versos de un poema permanecen en el tiempo mientras el papel de las páginas en las cuales será sucesivamente transcrito se convierte en polvo. El templo de madera marca el cruce de dos dimensiones temporales; pero para llegar a entenderlo tenemos que alejar de la memoria palabras como «el ser y el devenir», porque si todo se reduce al lenguaje de la filosofía del mundo del cual hemos partido, no valía la pena recorrer tanto camino. Lo que el templo de madera nos puede enseñar es esto: para entrar en la dimensión del tiempo continuo, único e infinito, la única vía es pasar por su contrario: la perpetuidad de lo vegetal, el tiempo fragmentado y plural de lo que se sucede, se disemina, germina, se seca o se pudre. Más que los templos llenos de estatuas, con alta estructura de pagoda, me atraen las construcciones bajas y los interiores solamente provistos de esteras, que corresponden habitualmente a edificios profanos, villas o pabellones, pero también en algunos casos a templos o santuarios que invitan a una meditación abstracta, a una concentración descorporizada. Así es el templo llamado el Pabellón de Plata, ágil construcción de madera, de dos pisos, a orillas de un lago artificial, con una sola estatua (la de Kannon, encarnación femenina de Buda) en un ambiente para la meditación zen llamado sala del Vaciamiento del Alma. Así el templo Manju-in, que un incompetente como yo juraría que es zen y en cambio no lo es: un templo que parece una casa, con muchas salas bajas casi vacías, con los tatamis, las vasijas del ikebana (que en esta estación presentan ramas de pino y camelias, esterlicias y camelias, y otras combinaciones otoñales), pocas y discretas las estatuas y muchos jardines pequeños que se extienden alrededor. El templo de madera alcanza su perfección cuanto más despojado, sin adornos, es el espacio en que te acoge, porque bastan la materia de que está construido y la facilidad con que se lo puede deshacer y rehacer tal como fue antes, para demostrar que todos los pedazos del universo pueden caer uno por uno pero que hay algo que queda. Colección de Arena [1984], Siruela, Madrid, 2001. Noguchi examinando unas piedras en Japón para el Jardín japonés, c. 1957. FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO 19
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