Ahora que vuelvo, Ton - René Rodríguez Soriano

Ahora que vuelvo, Ton
ERAS REALMENTE pintoresco, Ton; con aquella gorra de los tigres del Licey, que ya no era
azul sino berrenda, y el pantalón de kaki que te ponías planchadito los sábados por la tarde para
ir a juntarte con nosotros en la glorieta del parque Salvador, a ver las paradas de los Boy Scouts
en la avenida y a corretear y bromear hasta que de repente la noche oscurecía el recinto y nuestros
gritos se apagaban por las calles del barrio. Te recuerdo, porque hoy he aprendido a querer a los
muchachos como tú y entonces me empeño en recordar esa tu voz cansona y timorata y aquella
insistente cojera que te hacía brinca a cada paso y que sin embargo no te impedía correr de home
a primera, cuando Juan se te acercaba y te decía al oído vamos a sorprenderlos, Ton; toca por
tercera y corre mucho. Como jugabas con los muchachos del cine Aurora, compartiste con nosotros
muchas veces la alegría de formar aquella rueda en box ¡rosi, rosi, sin bomba - Aurora - ra - ra ra! y eso que tú no podías jugar todas las entradas de un partido porque había que esperar a que
nos fuéramos por encima del Miramar o La Barca para darle un chance a Ton que vino tempranito
y no te apures, Ton que ahorita entras de emergente.
¿Cómo llegaste al barrio? ¿Cuándo? ¿Quién te invitó a la pandilla? ¿Qué cuento de Pedro Animal
hizo Toñín esa noche, Ton? ¿Serías capaz de recordar que en el radio en casa de Candelario todas
las noches a las nueve Mejoral, el calmante sin rival, presenta: Cárcel de mujeres, y entonces alguien
daba palmadas desde la puerta de una casa y ya era hora de irse a dormir, -se rompió la taza-Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando el sol te molestada, podrías
reconocerme ahora. Probablemente la pipa apretada entre los dientes me presta una apariencia
demasiado extraña a ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez
más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de aquel muchacho que se
hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te acompañó a ver los training de Kid Barquerito y
de 22-22 en la cancha, en los tiempos en que -Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedoy Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, -¡Arriba, arriba, así es, la izquierda, el
jab ahora, eso es!- y tú después, apoyándote en tu pie siempre empinado, -can-can-can-can-cangolpeando el aire con tus puños, bajábamos por la calle Sánchez, -can-can-can- jugabas la soga
contra la pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que -no jodas, Ton, pero
tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la gorra, dejando al descubierto el óvalo
grande de tu cabeza de zeppelín, aquella cabeza del -¡Ton, Melitón, cojo y cabezón!- con que el
flaco Pérez acompañaba el redoble de los tambores de los Boy Scouts para hacerte rabiar hasta el
extremo de mentarle -Tumadrehijodelagranputa-, y así llegábamos corriendo uno detrás del otro,
hasta la puerta de mi casa, donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo -¡a mí no me
hables!Para esos tiempos, el barrio no estaba tan triste Ton, no caía esa luz desteñida y polvorienta sobre
las casas ni este deprimente olor a tablas viejas se le pegaba a uno de la piel, como un tierno y
resignado vaho de miseria, a través de las calles por donde minutos atrás yo he venido inútilmente
echando de menos los ojos juntos y cejudos del -búho- Pujols, las latas de carbón a la puerta de
la casa amarilla, el perro blanco y negro de los Pascual, la algarabía en las fiestas de cumpleaños
de Pin Báez, en las que su padre tomaba cerveza con sus amigos sentado contra la pared de ladrillos,
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en un rincón sombrío del patio, y nosotros, yo con mi traje blanco almidonado; ahora recuerdo el
bordoneo puntual y melancólico de la guitarra del Negro Alcántara, mientras alrededor del pozo
corríamos y gritábamos y entre el ruido de la heladera el diente cariado de Asia salía y se escondía
alternativamente en cada grito.
Era para morirse de risa, Ton, para enlodarse los zapatos, para empinarse junto al brocal y verse
en el espejo negro del pozo, cara de círculos concéntricos, cabellos de helechos, salivazo en el ojo,
y después -mira cómo te has puesto, cualquiera te revienta, perdiste dos botones, tigre, eso es lo
que eres, un tigre, a este muchacho, Arturo, hay que quemarlo a golpes-; pero entonces éramos tan
iguales, tan lo mismo, tan -fraile y convento, convento sin fraile, que vaya y que venga-, Ton, la
vida era lo mismo, -un gustazo: un trancazo-, para todos.
Claro que ahora no es lo mismo. Los años han pasado. Comenzaron a pasar desde aquel día en que
miré las aguas verdosas de la zanja, cuando papá cerró el candado negro y mamá se quedó mirando
la casa por el vidrio trasero del carro y yo los saludé a ustedes, a ti, a Fremio, a Juan, a Toñín, que
estaban en la esquina, y me quedé recordando esa cara que pusieron todos, un poco de tristeza y
de rencor, cuando aquella mañana (ocho y quince en la radio del carro) nos marchamos definitivamente
del barrio y del pueblo.
Ustedes quedarían para siempre contra la pared grisácea de la pulpería de Ulises. La puya del
trompo haciendo un hoyo en el pavimento, la gangorra lanzada al aire con violenta soltura,
machacando a puyazos y cabezazos la moneda ya negra de rodar por la calle; no tendrían en lo
adelante otro lugar que junto a ese muro que se iría oscureciendo con los años -a Milita se la tiró
Alberto en el callejoncito del tullío- escrito con carbón allí, y los días pasando con una sorda
modorra que acabaría en recuerdo, en remota y desvaída imagen de un tiempo inexplicablemente
perdido para siempre.
Una mañana me dio por contarles a mis amigos de San Carlos cómo eran ustedes; les dije de Fremio,
que descubrió que en el piso de los vagones, en el muelle, siempre quedaba azúcar parda cuando
los barcos estaban cargando, y que se podía recoger a puñados y hasta llenar una funda y sentarnos
a comerla en las escalinatas del viejo edificio de aduanas; les conté también de las zambullidas en
el río y llegar hasta la goleta de tres palos, encallada en el lodo sobre uno de sus costados, y que
una vez allí, con los pies en el agua, mirando el pueblo, el humo de la chimenea, las carretas que
subían del puerto cargadas de mercancías, pasábamos el tiempo orinando, charlando, correteando
de la popa al bauprés, hasta que en el reloj de la iglesia se hacía tarde y otra vez, braceando, ganamos
la orilla en un escandaloso chapoteo que ahora me parece estar oyendo, aunque no lo creas, Ton.
Los muchachos quedaron fascinados con nuestro mundo de manglares, de locomotoras, de cigüas,
de cuevas de cangrejos, y desde entonces me hicieron relatar historias que en el curso de los días
yo fui alterando poco a poco hasta llegar a atribuir a ustedes y a mí verdaderas epopeyas que yo
mismo fui creyendo y repitiendo, no sé qué día en que quizás comprendí que sería completamente
inútil ese afán por mostrarnos de una imagen que, como las viejas fotos, se amarilleaba y desteñía
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ineludiblemente. La vida fue cambiando, Ton; entonces yo me fui inclinando un poco a los libros
y me interné en un extraño mundo mezcla de la Ciencia Natural de Fesquet, versos de Bécquer, y
láminas de Billiken; me gustaba el camino al colegio cada mañana bajo los árboles de la avenida
Independencia, el rostro de Rita Hayworth, en la pequeña y amarilla pantalla del "Capitolio", me
hizo olvidar a Flash Gordon y a los Tres Chiflados. Ya para entonces papá ganaba buen dinero en
su puesto de la Secretaría de Educación, y nos mudamos a una casa desde donde yo podía ver el
mar y a Ivette, con sus shorts a rayas y sus trenzas doradas que marcaban el vivo ritmo de sus ojos
y su cabeza; con ella me acostumbré a Nat King Cole, a Fernando Fernández, los viejos discos de
los Modernaires, y aprendía a llevar el compás de sus golpes junto a la mesa de Ping-Pong; no le
hablé nunca de ustedes, esa es la verdad, quizás porque nunca hubo la oportunidad para ello o tal
vez porque los días de Ivette pasaron tan rápidos, tan llenos de "ven-mira-esta es Gretchen el Pontiac
de papi dice Albertico - me voy a Canadá" que nunca tuve la necesidad ni el tiempo para recordarlos.
¿Tú sabes qué fue del Andrea Doria, Ton? Probablemente no lo sepas; yo lo recuerdo por unas
fotos del "Miami Herald" y porque los muchachos latinos de la Universidad nos íbamos a un café
de Coral Gables a cantar junto a jarrones de cerveza "Arrivederci Roma", balanceándonos en las
sillas como si fuésemos en un bote salvavidas; yo estudiaba el inglés y me gustaba pronunciar el
"good bay..." de la canción, con ese extraño gesto de la barbilla muy peculiar en las muchachas y
muchachos de aquel país. ¿Y sabes, Ton, que una vez pensé en ustedes?
Fue una mañana en que íbamos a lo largo de un muelle mirando los yates y vi un grupo de muchachos
despeinados y sucios que sacaban sardinas de un jarro oxidado y las clavaban a la punta de sus
anzuelos, yo me quedé mirando un instante aquella pandilla y vi un vivo retrato nuestro en el muelle
de Macorís, sólo que nosotros no éramos rubios, ni llevábamos zapatos tennis, ni teníamos caña
de pescar, ahí se deshizo mi sueño y seguí mirando los yates en compañía de mi amigo nicaragüense,
muy aficionado a los deportes marinos.
Y los años van cayendo con todo su peso sobre los recuerdos, sobre la vida vivida, y el pasado
comienza a enterrarse en algún desconocido lugar, en una región del corazón y de los sueños en
donde permanecerán, intactos tal vez, pero cubiertos por la mugre de los días sepultados bajo los
libros leídos, la impresión de otros países, los apretones de manos, las tardes de fútbol, las borracheras,
los malentendidos, el amor, las indigestiones, los trabajos. Por eso, Ton, cuando años más tarde
me gradué de Médico, la fiesta no fue con ustedes sino que se celebró en varios lugares, corriendo
alocadamente en aquel Triumph sin muffler que tronaba sobre el pavimento, bailando hasta el
cansancio en el Country Club, descorchando botellas en la terraza, mientras mamá traía platos de
bocadillos y papá me llamaba "doctor" entre las risas de los muchachos; ustedes no estuvieron allí
ni yo estuve en ánimo, de reconstruir viejas y melancólicas imágenes de paredes derruidas, calles
polvorientas, pitos de locomotoras y pies descalzos metidos en el agua lodosa del río, ahora los
nombres eran Héctor, Fred, Américo, y hablaríamos del Mal de Parkinson, de las alergias, de los
test de Jung y de Adler y también de ciertas obras de Thomas Mann y François Mauriac.
Todo esto deberá serte tan extraño, Ton; te será tan "había una vez y dos son tres, el que no tiene
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azúcar no toma café " que me parece verte sentado a horcajadas sobre el muro sucio de la Avenida,
perdidos los ojos vagos entre las ramas rojas de los almendros, escuchando a Juan contar las
fabulosas historias de su tío marinero que había naufragado en el canal de la Mona y que en tiempos
de la guerra estuvo prisionero de un submarino alemán, cerca de Curazao. Siempre asumieron tus
ojos esa vaguedad triste e ingenua cuando algo te hacía ver que el mundo tenía otras dimensiones
que tú, durmiendo entre sacos de carbón y naranjas podridas, no alcanzarías a conocer más que
en las palabras de Juan, o en las películas de la guagüita Bayer o en las láminas deportivas de
"Carteles".
Yo no sé cuáles serían entonces tus sueños, Ton, o si no los tenías; yo no sé si las gentes como tú
tienen sueños o si la cruda conciencia de sus realidades no se lo permiten, pero de todos modos
yo no te dejaría soñar, te desvelaría contándote todo esto para de alguna forma volver a ser uno
de ustedes, aunque sea por esta tarde solamente. Ahora te diría cómo, años después, mientras hacía
estudios de Psiquiatría en España, conocí a Rosina, recién llegada de Italia con un grupo de
excursionistas entre los que se hallaban sus dos hermanos, Piero y Francesco, que llevaban camisetas
a rayas y el cabello caído sobre la frente. Nos encontramos accidentalmente, Ton, como suelen
encontrarse las gentes en ciertas novelas de Françoise Sagan; tomábamos "Valdepeñas" en un
mesón, después de una corrida de toros, y Rosina, que acostumbra a hablar haciendo grandes
movimientos, levantaba los brazos y enseñaba el ombligo una pulgada más arriba de su pantalón
blanco. Después sólo recuerdo que alguien volcó una botella de vino sobre mi chaqueta y que Piero
cambiaba sonrisitas con el pianista en un oscuro lugar que nunca volví a encontrar. Meses más
tarde, Rosina volvió a Madrid y nos alojamos en un pequeño piso al final de la Avenida Generalísimo;
fuimos al fútbol, a los museos, al cine-club, a las ferias, al teatro, leímos, veraneamos, tocamos
guitarra, escribimos versos, y una vez terminada mi especialidad, metimos los libros, los discos,
la cámara fotográfica, la guitarra y la ropa en grandes maletas, y nos hicimos al mar.
"¿Cómo es Santo Domingo?", me preguntaba Rosina una semana antes, cuando decidimos casarnos,
y yo me limitaba a contestarle, "algo más que las palmas y tamboras que has visto en los afiches
del Consulado".
Eso pasó hace tiempo, Ton; todavía vivía papá cuando volvimos. ¿Sabes que murió papá? Debes
saberlo. Lo enterramos aquí porque él siempre dijo que en este pueblo descansaría entre camaradas.
Si vieras cómo se puso el viejo, tú que chanceabas con su rápido andar y sus ademanes vigorosos
de "muñequito de cuerda", no lo hubieras reconocido; ralo el cabello grisáceo, desencajado el rostro,
ronca la voz y la respiración, se fue gastando angustiosamente hasta morir una tarde en la penumbra
de su habitación entre el fuerte olor de los medicamentos. Ahí mismo iba a morir mamá un año
más tarde apenas; la vieja murió en sus cabales, con los ojos duros y brillantes, con la misma
enérgica expresión que tanto nos asustaba Ton.
Por mi parte, con Rosina no me fue tan bien como yo esperaba; nos hicimos de un bonito apartamiento
en la avenida Bolívar y yo comencé a trabajar con relativo éxito en mi consultorio. Los meses
pasaron a un ritmo normal para quienes llegan del extranjero y empiezan a montar el mecanismo
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de sus relaciones: invitaciones a la playa los domingos, cenas, a bailar los fines de semanas, paseos
por las montañas, tertulias con artistas y colegas, invitaciones a las galerías, llamadas telefónicas
de amigos, en fin ese relajamiento a que tiene uno que someterse cuando llega graduado del exterior
y casado con una extranjera. Rosina asimilaba con naturalidad el ambiente y, salvo pequeñas
resistencias, se mostraba feliz e interesada por todo lo que iba formando el ovillo de nuestra vida.
Pero pronto las cosas comenzaron a cambiar, entré a dar cátedras a la Universidad y a la vez mi
clientela crecía, con lo que mis ocupaciones y responsabilidades fueron cada vez mayores, en tanto
había nacido Francesco José, y todo eso unido, dio un giro absoluto a nuestras relaciones. Rosina
empezó a lamentarse de su gordura y entre el "Metrecal" y la balanza del baño dejaba a cada instante
un rosario de palabras amargadas e hirientes, la vida era demasiado cara en el país, en Italia los
taxis no son así, aquí no hace más que llover y cuando no el polvo se traga a la gente, el niño va
a tener el pelo demasiado duro, el servicio es detestable, un matrimonio joven no debe ser un par
de aburridos, Europa hace demasiada falta, uno no puede estar pegando botones a cada rato, el
maldito frasco de "Sucaril" se rompió esta mañana, y así se fue amargando todo, amigo Ton, hasta
que un día no fue posible oponer más sensatez ni más mesura y Rosina voló a Roma en "Alitalia"
y yo no sé de mi hijo Francesco más que por dos cartas mensuales y unas cuantas fotos a colores
que voy guardando aquí, en mi cartera, para sentir que crece junto a mí. Esa es la historia.
Lo demás no será extraño, Ton. Mañana es Día de Finados y yo he venido a estar algún momento
junto a la tumba de mis padres; quise venir desde hoy porque desde hace mucho tiempo me golpeaba
en la mente la ilusión de este regreso. Pensé en volver a atravesar las calles del barrio, entrar en
los callejones, respirar el olor de los cerezos, de los limoncillos, de la yerba de los solares, ir a
aquella ventana por donde se podía ver el río y sus lanchones; encontrarlos a ustedes junto al muro
gris de la pulpería de Ulises, tirar de los cabellos al "Búho Pujols", retozar con Fremio, chancear
con Toñín y con Pericles, irnos a la glorieta del parque Salvador y buscar en el viento de la tarde
el sonido uniforme de los redoblantes de los Boys Scouts. Pero quizás deba admitir que ya es un
poco tarde, que no podré volver sobre mis pasos para buscar tal vez una parte más pura de la vida.
Por eso hace un instante he dejado el barrio, Ton, y he venido aquí, a esta mesa y me he puesto a
pedir casi sin querer, botellas de cerveza que estoy tomando sin darme cuenta, porque, cuando te
vi entrar con esa misma cojera que no me engaña y esa velada ingenuidad en la mirada, y esa cabeza
inconfundible de "Ton Melitón cojo y cabezón" mirándome como a un extraño, sólo he tenido
tiempo para comprender que tú sí que has permanecido inalterable, Ton; que tu pureza es siempre
igual la misma de aquellos días, porque sólo los muchachos como tú pueden verdaderamente
permanecer incorruptibles aún por debajo de ese olvido, de esa pobreza, de esa amargura que
siempre te hizo mirar las rojas ramas del almendro cuando pensabas ciertas cosas. Por eso yo soy
quien ha cambiado, Ton, creo que me iré esta noche y por eso también no sé si decirte ahora quién
soy y contarte todo esto, o simplemente dejar que termines de lustrarme los zapatos y marcharme
para siempre.
RENÉ DEL RISCO BERMÚDEZ (1937-1972). San Pedro de Macorís, República Dominicana. Publicaciones:
El viento frío (1967), Del júbilo a la sangre (1967), En el barrio no hay banderas (1974).