cuadernillo 4° grado

INSTITUTO CASA DE JESÚS
CUADERNILLO
DE BIBLIOTECA
2015
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La flor de fuego
(Historia inspirada en la tradición de los mapuches de Chile)
Liliana Cinetto
Malo, malo, malo era el genio que vivía en una horrible caverna allá, en lo alto del volcán
Lonquimay. Tan malo que dos por tres se enfurecía y hacía temblar valles y montañas. Tan malo que podía
despertar al volcán en uri santiamén y convertir todo el bosque en puro fuego. Tan malo que hasta el más
valiente de los mapuches le tenía miedo. Por eso, de cuando en cuando, le ofrecían muday, una bebida que
preparaban con trigo.
—ASÍ se calma —decían.
Y el genio se calmaba, claro. Porque le encantaba el muday. Era capaz de beber hasta la última gota
que le dejaban. El problema era que no siempre se conformaba con eso. ¡Qué va! Quería más y más y más.
Entonces rebuscaba en las rucas donde vivían los pueblos mapuches para encontrar más bebida. Y busca
que te busca rompía aquello y destrozaba lo otro y hacía añicos lo de más allá. Lo peor es que cuando al fin
conseguía muday, ¡GLUPGLUPGLUP! se lo tomaba...
—¿Para dónde quedaba mi caverna? ¡Hip! ¿Era para acá? ¡Hip! ¿O era para el otro lado? ¡Hip!
De tanto que bebía, el genio se mareaba y no encontraba el camino de regreso. Horas se pasaba así,
extraviado, zigzagueando, chocando contra un árbol, llevándose por delante a unos pájaros, tropezando
con una piedra… Y con un malhumor…
Siempre le ocurría lo mismo. Hasta que harto de perderse y de andar a los tumbos, el genio decidió
poner un camino de luces que lo guiaran. Y así lo hizo: fue colgando en cada rama un pedacito de fuego
que sacó del mismísimo volcán. Las pequeñas llamas iluminaban el bosque como candelas diminutas. Por
más borrachera que tuviese, el genio no tenía más que seguir esos destellos rojos y llegaba a su caverna
para dormir. Claro que cuando se le pasaba la resaca volvía a las andadas. O mejor dicho volvía a beber
muday. ¡Y más vale que consiguiera bastante! Porque si no…
Los mapuches ya estaban cansados del mal genio del genio y pidieron ayuda a la machi. Viejísima
era la machi. Tan vieja que ni siquiera se acordaba de los años que tenía. Lo que sí recordaba era cómo
preparar un remedio con hierbas para sanar el dolor de panza y cómo ayudar a nacer a los bebés y cómo
consolar al que andaba medio tristón y cómo aconsejar al que estaba preocupado… Y lo que también sabía
era hablar con los dioses de los mapuches. A ellos les contó justamente las maldades y los líos que andaba
haciendo el genio del volcán Loquimay.
Los dioses la escucharon y por supuesto se enojaron. Mucho se enojaron.
Por eso, cuando el malvado genio salió otra vez a romper aquello y a destrozar lo otro y a hacer
añicos lo de más allá buscando muday, no pudo regresar a su caverna. Y no porque había bebido
demasiado, sino porque el bosque estaba oscuro, oscuro, oscuro. Ni una sola lamparita brillaba en las
ramas de los árboles para indicarle el camino. A cada paso ¡ay! se daba un porrazo contra un tronco, se
resbalaba en un arroyito, se caía en un pozo...
—¡Hip! No veo nada ¡Hip! No sé por dónde ir —lloriqueaba, mientras se bamboleaba en la más
negra de las negruras entre ¡ay, ay, ay! golpes y topetazos.
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Dicen algunos que fueron los mismos mapuches, por consejo de los dioses, los que extinguieron
una por una las pequeñas luces rojas. Dicen que incluso los animales que habitaban en el bosque los
ayudaron para que no quedara ni una llamita ni una chispa ni un resplandor encendido. Pero dicen otros
que fueron los dioses los que, en lugar de apagarlos, transformaron cada pedacito de fuego en copihues,
bellísimas flores que desde entonces adornan el bosque y lo llenan de color.
¿Y qué pasó con el genio? No volvió a aparecer. Tal vez logró regresar a su caverna, allá en lo alto
del volcán Lonquimay, porque algunos días la tierra tiembla y se escuchan ruidos, como si alguien
refunfuñara enojado. Pero eso sí: no volvió a asomar ni la punta de la nariz.
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La ballena
(Historia inspirada en la tradición de los tehuelches de la Argentina)
Liliana Cinetto
Tranquilo andaba Elal por aquellos tiempo. Es que ya casi, casi había terminado de ordenar el
mundo. Y sí: porque había puesto en su lugar el sol y la luna, allá en lo alto del cielo, había ahuyentado al
mar con sus flechas para agrandar la tierra, había inventado el fuego, había decidido cuánto iba a durar el
invierno y cuánto el verano... Si incluso ya había creado a los seres humanos, hombres y mujeres
tehuelches, a los que además les enseñó a cazar, a protegerse del frío y a portarse bien.
Listo —dijo Elal un día— Ahora ya puedo descansar.
Pero no pudo. Ni un ratito. Porque se le presentaron los tehuelches a contarle que estaban
preocupados.
Nos desaparece todo —le decían.
—Bueno, siempre a uno se le pierde algo: que un arco, que un cuchillo, que unas boleadoras... —
respondió Elal sin darle importancia al hecho.
—Sí, sí, pero no solo faltan las cosas: también se pierden las plantas y los animales y las personas.
Y ahí Elal frunció las cejas y se puso serio. Y los tehuelches hablaron.
—Yo me levanté un día y el árbol que estaba al ladito del río se había esfumado. Con pajaritos y
todo.
—A mí me han sacado el caballo y el perro.
—El otro día cuando volví de cazar, no encontré mi toldo donde lo había dejado. Nuevito era, de
cuero reluciente.
—Igual que mis tres quillangos. Bien abrigados los había hecho. Y ahora no aparecen.
—Lo mismo que mis vecinos. No sé adonde se fueron. La última vez que los vi iban a almorzar unos
huevos fritos de ñandú. No se supo nada más de ellos.
—Yo ando buscando a mi esposa, a mis tres hijos, a mi primo y a mi suegra. Bueno, a mi suegra no
tanto, pero a los demás...
La lista era interminable: desde familias enteras hasta tolderías completas, desde flores y arbustos
hasta bosquecillos y yuyos, desde zorros y pumas hasta maras y peludos... Hasta los zorrinos faltaban (y
eso que casi nadie querría llevarse un zorrino a su casa, con lo oloroso que es).
A Elal no le gustó ni medio lo que le contaron y enseguidita se puso a investigar. Muy pronto
descubrió huellas sospechosas. Y no solo huellas de patas. También vio un matorral aplastado por acá, un
chañar ladeado por allá, árboles derribados por este lado, ramas partidas por el otro... No tuvo más que
seguir ese rastro para encontrar la causa de semejante estropicio. Era Goos, la ballena, que por aquellos
tiempos no vivía en el agua, sino en la mismísima tierra. De verdad. Si incluso tenía unas patitas cortonas
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para andar Pero como era enorme igual que ahora y le costaba muchísimo desplazarse, cada vez que se
movía ¡PAF! volteaba esto, ¡PUM! rompía aquello, ¡CRASH! hacía añicos lo de más allá... No por mala. De
puro grandota nomás. Ni hablar de cuando abría su boca. Con cada suspiro revoleaba lo que tenía al lado a
kilómetros de distancia. Con cada tos, hacía volar hasta las piedras. Con cada estornudo, provocaba un
viento huracanado que se llevaba todo por el aire.
Elal la espió justo en el momento en que Goos se dejó caer pesadamente en el suelo para dormir
una siesta y tuvo que sostenerse para no darse un porrazo porque hasta las montañas lejanas temblaron
con semejante golpe. La ballena, muerta de sueño, empezó a bostezar y con cada bostezo, se tragaba
cualquier cosa que estuviera cerca, como una aspiradora gigante. Primero una liebre que pasó por ahí
distraída. Después, diecisiete guanacos. Al rato, un árbol con raíz y todo. Con que era eso —se dijo Elal al
comprender lo que estaba pasando: lo que se había perdido —gente, animales, plantas...— debía estar
dentro de la panza de la ballena.
Y ahí nomás se puso a pensar cómo hacer para rescatar hasta el último pastito. Fue entonces
cuando se le ocurrió convertirse en un tábano.
—Bss... bss... —zumbó alrededor de Goos y la picoteó.
—¡Ay! —se quejó la ballena y lo espantó.
—Bss... bss… —zumbó alrededor de Goos y la picoteó otra vez.
—¡Ay! —se quejó la ballena y lo espantó de nuevo.
Al tercer pinchazo, Goos se tragó al tábano.
En la barriga de la ballena estaba todo oscuro. Pero Elal escuchó vocecitas:
—Cuidado, me estás pisando un pie.
—Es que no tengo lugar para acomodarme.
—Alguien me está lamiendo la cara.
—¡Guau!
Elal se dio cuenta de que todos estaban bien. Un poco apretujados. Pero bien.
—Tengo que sacarlos de acá —pensó Elal.
De inmediato volvió a picar a la ballena. Fueron uno, dos, tres picotazos En la lengua, en la
garganta, en el corazón... Al cuarto, Goos empezó a toser y con cada tos salía una persona, un peludo, una
florcita, un mocasín...
Elal no dejó de picotear a Goos hasta que en su panzota no quedó ni una hormiga ni una pluma.
Solo entonces salió y volvió a transformarse.
—Fue sin querer —se disculpó Goos al verlo con cara de enojado.
Elal la perdonó, claro. No lo había hecho a propósito. Lo que sí pensó que el mejor lugar para la
ballena no era la tierra, sino el agua y decidió mudarla al mar. Convirtió sus patas en aletas y la mandó a
vivir en el océano.
—Y no te tragues nada que sea más grande qué esto —le ordenó Elal señalando un huevo de
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camarón que era más chiquito que no sé qué.
La ballena obedeció por supuesto y, desde entonces, solo se alimenta de kril y de otros crustáceos
diminutos. Muchos come, eso sí. Toneladas. Pог eso no bajó ni un gramo de peso y sigue igual de enorme.
Pero en el mar se siente más a gusto, más cómoda, más livianita... Y más feliz. Tanto que de vez en cuando
salta y hace piruetas sobre las olas y se pone a cantar.
Después de este lío Elal аl fin pudo descansar. Y aunque el territorio donde vivían los tehuelches
quedó medio pelado por el largo tiempo que se la pasó Goos arrastrando la barriga por ahí, todos se
quedaron contentos. Todos, menos aquel al que le devolvieron a la suegra.
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El baile del oso hormiguero
(Historia inspirada en la tradición de los guaraníes de la Argentina)
Liliana Cinetto
Qué calor hacía aquella tarde... El sol parecía puro fuego brillando implacable sobre la selva
misionera. Ni un ruido se escuchaba porque todos, bichos grandes y bichos chicos, se acurrucaban a esa
hora en un rinconcito fresco a la sombra o dormían la siesta a pata suelta. Bueno, todos todos, no. Aunque
no era buena hora para andar caminando, un muchacho guaraní se había alejado de la tribu y buscaba
frutos silvestres. Llevaba un bastón de caña con el que apartaba las lianas y las malezas, con el que
golpeaba los troncos caídos y las ramas gruesas para espantar a los animales salvajes.
Nunca pensó que al cruzar un claro, al ladito nomás del río, se iba a encontrar frente a frente con
un tamanduá, el oso comedor de hormigas. Grandote era el tamanduá. Venía con la cabeza gacha
olisqueando y rascando el suelo con su hocico alargado y sus garras largas y afiladas.
Cuando lo vio aparecer ¡ay, qué susto! el chico gritó. El tamanduá también se asustó, claro. Y no
gritó, pero se paró sobre sus patas traseras y gruñó un poquito. Más miedo daba así. Por eso el chico
levantó su bastón de caña y lo revoleó para acá. Seguramente el tamanduá pensó que iba a darle un golpe.
Para esquivarlo, se movió para allá. Enseguidita el chico volvió a revolear su bastón de caña, esta vez para
el otro lado hacia la derecha. Y el tamanduá ya convencido de que quería golpearlo, lo esquivó moviéndose
hacia la izquierda. El muchacho entonces dio un paso al frente. Y el tamanduá retrocedió. Pero después
avanzó y fue el muchacho el que se fue para atrás. Y para acá, para allá, a un lado y al otro, a la izquierda, a
la derecha, adelante y hacia atrás, uno golpeaba con el bastón y el otro esquivaba los golpes. Estuvieron así
un rato largo hasta que el tamanduá se cansó y después de gruñir dos veces, se perdió en la espesura.
El muchacho tuvo que esperar hasta que el corazón dejara de latirle fuerte en el pecho. Y después
corrió hacia la tribu.
¡Al verlo llegar agitado y tembloroso, los demás quisieron saber qué le había pasado. Y el muchacho
les contó:
—Yo daba un golpe hacia acá ¡patapum! y el tamanduá saltaba hacia, allá ¡patapam!... —y mientras
contaba el muchacho trataba de imitar los movimientos del oso hormiguero y los suyos desplazándose
hacia la derecha y hacia la izquierda, adelante y atrás, a un lado y a otro...
Los que escuchaban querían parecer serios. Pero era tan gracioso ver al chico salta que te salta que
no podían aguantar la risa.
—¿Cómo hacía el tamanduá? —le preguntó uno.
—Así —le explicó el muchacho.
Y el otro trató de repetir los pasos moviéndose ¡patapum! Hacia la derecha y ¡patapam!... hacia la
izquierda, ¡patapum! adelante y ¡patapam!... atrás, ¡patapum! A un lado y ¡patapam!... a otro.
Al principio se oyeron carcajadas, sin embargo, al rato, toda la tribu ensayaba esa loca coreografìa
al ritmo del ¡patapum! ¡patapam! Tanto se divirtieron ese día que volvieron a hacerla al anochecer y en
cada fiesta de casamiento y los días que celebraban algo y de a poco le fueron agregando más pasos: un
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giro, una media vuelta, un balanceo... Y a alguno se le ocurrió acompañar la danza con una calabaza llena
de semillas o golpeando un tronco hueco o soplando en una caña...
Así dicen los guaraníes que nació el baile y la música, gracias al tamanduá, que quiso esquivar los
golpes moviéndose ¡patapum!... para acá y ¡patapam!... para allá.
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El árbol de la sal
(Historia inspirada en la tradición de los mocovíes de la Argentina)
Liliana Cinetto
Lindo había hecho el mundo Cotaá, el dios de los mocovíes. Con unos ríos por acá y varios bosques
por allá y un cielo celeste allá arriba y un sol redondo y tibio y...
—¿Qué me falta? —se preguntó un día y repasó mentalmente la lista que se había hecho—: peces,
flores, pájaros, tigres, mosquitos, hombres, mujeres... Ya terminé.
Pero quiso crear algo más, algo muy especial, y piensa que te piensa, a Cotaá se le ocurrió crear el
Iobec Mapic.
—¿Y eso qué es? —preguntaron los mocovíes al ver el helecho altísimo, parecido a una palmera,
que empezó a crecer por todas partes.
Cotaá no tuvo que explicarles que era un regalo que les hacía para que no pasaran hambre ni sed.
Se dieron cuenta cuando probaron sus hojas onduladas y sus tallos llenos de savia dulzona.
Y se pusieron contentísimos los mocovíes. El que no se puso contento fue Neepec, que era el mismísimo
diablo. Muerto de envidia al descubrir el regalo que Cotaá les había hecho a los hombres, gruñó y pataleó
furioso.
—Le voy a arruinar la planta para que no tengan qué comer.
Y se puso a llorar. Horas lloró y mientras lloraba, recogía el llanto en una vasija. No. No lloraba porque
estuviera triste, sino porque necesitaba sus lágrimas. ¿Para qué? Para arruinar el sabor dulce del Iobec
Mapic.
Y lo arruinó nomás. Porque regó con la vasija el Iobec Mapic que con tanta lágrima, perdió su
dulzura.
—¿Y ahora qué hacemos? —se preocuparon los mocovíes.
Y ya se, iban a poner a llorar desconsolados, cuando Cotaá les mostró que con ese nuevo sabor que
tenía ahora la planta podrían condimentar la carne de los animales que cazaban y de los peces que
pescaban y de los huevos que recogían...
—Les va a quedar todo con más gusto ahora así, adobado y saladito.
Y no se equivocó.
Porque desde entonces los mocovíes empezaron a usar como condimento al Iobec Mapic, al que
decidieron llamar árbol de la sal (que era un nombre más sencillo de recordar). ¿La receta? Se las dio el
mismísimo Cotaá.
Quemar unos pocos tallos y algunas hojas en una hoguerita chica con cuidado de no incendiar el
monte.
Mezclar las cenizas hasta formar una pasta.
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Dejar secar y después moler la pasta.
Espolvorear con eso la comida.
Riquísimo les quedaba todo. Como para chuparse los dedos. Lo que hizo que Neepec volviera a
llorar. Esta vez de rabia porque le había fallado su maldad.
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La Luna y el Sol
(Historia inspirada en la tradición de los mapuches de la Argentina)
Liliana Cinetto
Ocurrió en los tiempos en que el Sol y la Luna eran esposos.
Рог entonces, brillaban juntos en el cielo y entibiaban el mundo con su dorado calor. Pero un día
llegaron las lluvias. Y llovió sin parar en las tierras que habitaban los mapuches. Tanto llovió que la gente
tuvo que refugiarse en las montañas para no ahogarse ni resfriarse de tanto meter los pies en el agua. Y en
las montañas también se refugiaron los ñandúes y los peludos, las liebres y los pumas, los zorros y las
maras.
—Bueno, comida no nos falta —decía la gente—. Pero es difícil cazar así porque no nos vemos ni la
punta de la nariz.
—Sí, no encuentro ni el arco ni las flechas de tan oscuro que está.
—Y yo ya me tropecé dos veces con la misma piedra.
Y era cierto. Porque los nubarrones cubrían el cielo y convertían todo en una pura negrura. Por eso,
el pueblo entero le pidió al Sol que alumbrara un poco.
—Bueh, está bien —aceptó el Sol—. Los voy a alumbrar. Pero de día. A la tardecita le va a tocar a mi
esposa.
Y allá la mandó a la Luna a lo más alto del cielo para que iluminara las noches.
—Pero está lloviendo —protestó ella.
—No pasa nada —dijo él.
Sin embargo, pasó algo: que siguió lloviendo y lloviendo y durante el largo viaje hasta lo más alto
del cielo, a la Luna se le apagaron todos los rayos de fuego que llevaba, tan calentitos, tan dorados... Pudo
iluminar la noche igual, solo que su luz era fría, blanca, helada... tal como sigue siendo hasta hoy.
A los mapuches les gustó lo mismo porque podían verse la punta de la nariz, encontrar el arco y la
flecha y esquivar la piedra para no tropezar. A la que parece que no le gustó nada fue a la Luna que se
enojó con el Sol.
—¿Para qué me mandaste? —le reprochó ofendida.
Y aunque el Sol quiso disculparse, ella no lo perdonó. Por eso, desde entonces, están separados. Él
intenta todavía reconciliarse con ella y la persigue por el cielo. Pero nunca puede alcanzarla porque apenas
se asoma el Sol por el horizonte, la Luna se va.
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El murciélago
(México)
Las mariposas que hoy vemos, ingrávidas, que se pueden posar en las flores, en la superficie de las
aguas y hasta en las trémulas ramas del aire, no son otra cosa que una fracasada imagen de lo que el
murciélago fue en otro tiempo: el ave más bella de la creación. Pero no siempre fue así: cuando la luz y la
sombra echaron a andar, era como ahora lo conocemos y se llamaba biguidibela: biguidi, mariposa, y bela,
carne: mariposa en carne, es decir, desnuda. La más fea y más desventurada de todas las criaturas era
entonces el murciélago. Y un día, acosado por el frío, subió al cielo y dijo a Dios:
—Me muero de frío. Necesito de plumas.
Y como Dios, aunque no cesa de trabajar, no vuelve las manos a tareas ya cumplidas, no tenía
ninguna pluma. Así fue que le dijo que volviera a la tierra y suplicara en su nombre una pluma a todas las
aves. Porque Dios da siempre más de lo que se le pide. Y el murciélago, vuelto a la tierra, recurrió a
aquellos pájaros de más vistoso plumaje. La pluma verde del cuello de los loros, la azul de la paloma azul, la
blanca de la paloma blanca, la tornasol de la chuparrosa, su más próxima imagen actual; todas las tuvo el
murciélago. Y orgulloso volaba sobre las sienes de la mañana, y las otras aves, refrenando el vuelo, se
detenían para admirarlo. Y había una emoción nueva, plástica, sobre la tierra. A la caída de la tarde,
volando con el viento del poniente, coloraba el horizonte. Y una vez, viniendo de más allá de las nubes,
creó el arcoiris, como un eco de su vuelo. Sentado en las ramas de los árboles abría alternativamente las
alas, sacudiéndolas en un temblor que alegraba el aire. Todas las aves comenzaron a sentir envidia de él; y
el odio se volvió unánime, como un día lo fue la admiración.
Otro día subió al cielo una parvada de pájaros, el colibrí adelante. Dios oyó su queja. El murciélago se
burlaba de ellos; además, con una pluma menos padecían frío. Y ellos mismos trajeron el mensaje celestial
en que se llamaba al murciélago. Cuando estuvo en casa de allá arriba, Dios le hizo repetir los ademanes
que de aquél modo habían ofendido a sus compañeros; y agitando las alas se quedó otra vez desnudo. Se
dice que todo un día llovieron plumas del cielo.
Y desde entonces sólo vuela en los atardeceres en rápidos giros, cazando plumas imaginarias. Y no
se detiene, para que nadie advierta su fealdad.
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La novia del pececito
(República Dominicana)
Blanca despertó temprano esa mañana. Tenía que hacer la faena de todo los días: barrer la casa y los
patios, ir al arroyo a lavar, cargar agua, cocinar y fregar los trastos.
Hacía mucho tiempo que Blanca llevaba esta vida tan fatigosa. Su madre murió cuando ella tenía dos
años. Su padre se casó de nuevo y la trajo a vivir con su nueva esposa. Esta, desde el principio, maltrató a
la niña sin piedad. Y más tarde se sintió furiosa porque su primera hija no era tan hermosa como la
hermana. Ahora Blanca cumplía dieciséis años, y la tristeza se reflejaba en sus ojos amortecidos, al
escuchar el cantío de los pájaros silvestres.
— ¡Blanca!— llamó la madrastra.
— Mande, señora. . .— respondió Blanca.
— Si acabó de barrer, vaya al arroyo por agua.
— Sí, señora.
La joven bajó la cabeza humildemente y se fue al arroyo. Al llegar se añingotó en la orilla del charco y
llenó su lata. Las pequeñas ondas que se formaban en el agua, la hicieron distraerse. Su mirada se enturbió
y rodaron dos lágrimas. Pero, de repente, hubo un movimiento brusco y algo plateado cruzó el charco
velozmente. Blanca botó el agua, y esperó. . . De nuevo se hizo el movimiento y la muchacha metió el
bidón de golpe. Al sacarlo descubrió que adentro había un pez. Este era un verdadero hallazgo, pues en ese
arroyo nunca vivieron peces. Lo atrapó con ambas manos, pero coleteó y estuvo a punto de resbalársele.
Ella lo apretó con fuerza y entonces, jadeante, el pez habló:
—¿Por qué no me dejas en libertad, muchacha?
—¡Cómo! —exclamó Blanca—. ¿Hablas? ¿Quién eres?
—Antes, yo no era pez—empezó a decir—, pero por una razón que no tiene caso contar ahora, quedé
convertido en lo que ves. Fui muy alegre y siempre procuraba que los demás también lo fueran. Mira, por
ejemplo, ya he visto que eres muy triste, y me hubiera gustado hacerte feliz. ¿Te han dicho que eres muy
linda?
Blanca, que aún no había escuchado hablar de amor, se ruborizó, y, medio temblorosa, dijo:
—No. No me lo han dicho.
—Pues yo te lo digo. Te pareces a la flor que existe en la profundidad, allí adonde sólo yo puedo
entrar. . . ¿Me sueltas?
—Sí —dijo Blanca—, Pero… ¿Te veré de nuevo?
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—
Cuando quieras —respondió el pez—. Sólo tienes que llegar, y cantar así: “Aquí estoy, Juino mío;
Juino mío, estoy aquí”.
Entonces la muchacha echó el pez en el charco y éste se empinó e hizo maromas y galanteos. Luego, se
escondió tras la chorrera. Blanca sonrió y suspiró. Enseguida tomó el agua y subió hacia la casa.
— ¿Por qué tardaste tanto?— preguntó la madrastra.
— Es que. . es que. . .
Y la madrastra, con los ojos como dos llamaradas, le regañó y la abofeteó.
Pero al otro día, Blanca se levantó más temprano y fue al arroyo.
— ¿Pensaste en mí?— le preguntó el pez.
— Sí..., mucho. ¿Y tú?
— No hice otra cosa.
Blanca enrojeció y miró los ojos del pececito. Y sin saber cómo, en sus labios sintió el primer beso de
amor.
— ¿Qué has hecho?— dijo la muchacha, muy sorprendida.
— Lo que hacen todos los novios…
— ¿Novios…?
— Sí, novios. Es muy hermoso.
Sólo atinó a soltar al pececito y, aún nerviosa, se apresuró a llevar el agua. Y, como la vez anterior, la
madrastra le preguntó:
— ¿Qué te pasó, condenada?
— Es que… señora, el arroyo se está secando y hay que ir más arriba a buscar el agua.
— ¿Además de malcriada, te estás poniendo mentirosa?— dijo frenética la madrastra.
Blanca empezó a llorar y la madrastra le pegó de nuevo, hasta el cansancio.
A pesar de todo, las tardanzas de la muchacha se repitieron. La madrastra lo comunicó al padre y
ambos acordaron investigar la causa de tales demoras. Y una mañana enviaron al más pequeño de los
hermanos para que la siguiera.
Y ella llegó a la orilla del charco y cantó primorosamente:
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— Aquí estoy, Juino mío; Juino mío, estoy aquí.
El pececito salió a la superficie, y se inició el diálogo de siempre, lleno de promesas y juramentos de
amor. Después, con el rostro radiante, Blanca vio a su novio sumergirse en el agua, y le cantó:
— Ay, adiós te doy, Juino mío; Juino mío, adiós te doy.
El niño, tan sorprendido como asustado, corrió a contar la nueva a sus padres. Entonces, la madrastra
ideó un plan malvado.
Habló con la madrina de la muchacha, para que la invitara a pasarse el domingo en su casa. Blanca
quiso rehusar, pero la madrastra se mostró muy complacida, y dijo que sí, que a la ahijada le encantaría. Y
Blanca aceptó. Era la primera vez que saldría de paseo. Pero antes fue al arroyo a comunicárselo al novio. Y
ambos estuvieron muy contentos.
Al mediodía, bajó la familia al arroyo, y el primero en cantar fue el padre:
— Aquí estoy, Juino mío; Juino mío, estoy aquí.
Pero el pececito no salió. Y cantaron la madrastra y tres de los hermanos de Blanca. Y nada. Entonces,
el más pequeño se acercó a la orilla y su voz se oyó tierna, muy tierna:
— Aquí estoy, Juino mío; Juino mío, estoy aquí.
Cuando Blanca regresó en la tarde, la madrastra le ordenó ir por agua al arroyo. La muchacha corrió
cuesta abajo; desde antes de llegar, cantaba su melodía:
— Aquí estoy Juino mío; Juino mío, estoy aquí.
Pero el pececito no apareció. Blanca cantó de nuevo, y tampoco salió. Entonces, se metió en el agua, y
cuando ya se hundía, su voz sonó casi ahogada por el llanto:
—¡Ay!, adiós te doy, Juino mío; Juino mío, adiós te doy.
Y desapareció en lo más hondo del charco.
Arriba en la casa, con la demora, se impacientó la familia y bajó en busca de Blanca. Y lo que vieron todos, les dejó boquiabiertos:
En la orilla, hallaron el bidón vacío, y en el charco, dos pececitos plateados hicieron maromas y se
escondieron tras la chorrera.
Desde entonces, se ve a la madrastra acechando los movimientos del charco. El marido la abandonó y
se llevó los hijos. Y ella, enloquecida, machetea y machetea las entrañas del arroyo.
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Leyenda del otoño y el loro
(sélknam — Tierra del Fuego)
Graciela Repún
En Tierra del Fuego, en la tribu sélknam había un joven indio llamado Kamshout al que le gustaba
hablar.
Le gustaba tanto, que cuando no tenía nada que decir —y eso era muy notable porque siempre
encontraba tema— repetía las últimas palabras que escuchaba de boca de otro.
—Me duele la panza —le contaba un amigo.
—Claro, la panza —repetía Kamshout.
—Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio —le sugería una amiga.
—Sí, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso! Y es mucho más lindo así, cuando uno
lo mira con la boca cerrada, ¿no es cierto? —respondía Kamshout.
—¡No quiero escuchar una palabra más! —gritaba, de vez en cuando, el malhumorado cacique—. ¡En
esta tribu hay indios que hablan demasiado!
—Una palabra más; ¡demasiado!... —repetía Kamshout.
Por su charlatanería, toda la tribu sintió su ausencia cuando un día, como todo joven, tuvo que partir.
—Kamshout se ha ido a cumplir con los ritos de iniciación —comentaba alguno.
—¡Lo sé! —respondía otro—. Ahora puedo oír cantar a los pájaros.
—Yo escucho mis pensamientos —decía alguien más.
—Yo, el ruido de mi estómago —decía otra.
—Yo lo extraño —decía una. Pero enmudecía inmediatamente, ante las miradas de reprobación de los
demás.
Y pasó el tiempo. Tiempo de silencio y también de soledad.
Y Kamshout regresó.
Y las aves al verlo emigraron porque, ¿para qué cantar donde nadie puede escucharte?
Kamshout regresó maravillado. No podía olvidar su viaje y repetía a quien quisiese oírle (pero más a
quien no) que en el Norte, los árboles cambian el color de sus hojas.
Les hablaba de primaveras y otoños.
De hojas verdes, frescas, secándose lentamente hasta quedar doradas y crujientes.
(Y los que lo oían imaginaban, tal vez, un pan recién sacado del fuego.)
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De árboles desnudos.
(Y los que lo escuchaban se horrorizaban de semejante desfachatez. ¡Si sólo andaban desnudos
animales y hombres!)
De paisajes dorados, amarillos y rojos.
(Y los obligados oyentes miraban sus pinturas para poder imaginar mejor.)
De caminos hechos de hojas que crujían, coloreadas de dorado, amarillo y rojo, provenientes de
árboles que se desnudaban.
¡Y semejante falsedad cerraba todas las posibilidades de imaginación!
Porque era demasiado esa combinación de sensaciones y de mentiras.
Ya en la tribu, todos creían que Kamshout estaba inventando un poco.
¿Qué era esa tontería de decir que los árboles no tienen hojas eternamente verdes?
¿Qué quería decir "otoño"?
¿Quién iba a tragarse el cuento de que los árboles pierden su follaje y luego les brota otro nuevo?
El descreimiento general enojó a Kamshout.
Lo enojó muchísimo. Muchísimo.
Lo hizo poner colorado de odio, le salieron canas verdes.
Desesperado por convencerlos de que decía la verdad, Kamshout contó lo mismo infinitas veces, sin
parar.
Día y noche, sin parar. Segundo tras segundo, sin parar. Hasta que sus palabras se fueron encimando
unas con otras y se convirtieron en un extraño sonido.
La tribu trataba de esquivarlo.
Por hacerse los que no lo veían, por jugar a ignorarlo, no vieron, en serio, su prodigiosa transformación:
Kamshout se convirtió en un loro gordo.
Recién lo notaron cuando escucharon que les hablaba desde los árboles.
¡Era él! ¡Ese pájaro era él!
No había duda. Era su voz, que ahora sólo decía: kerrhprrh, kerrhprrh... hasta el cansancio.
Kamshout volaba sobre las hojas, y al rozarlas, las teñía del color de sus plumas.
De pronto, una hoja cayó.
Corrieron a verla, a levantarla. La palparon y la volvieron a dejar en el suelo. Entonces, la pisaron.
La hoja, matizada de dorado, amarillo, rojo, crujió bajo sus pies.
—¡Es verdad! —dijeron—. ¡Todo era verdad! ¡Kamshout no nos mintió!
17
Pero Kamshout no respondió. Se había ido muy lejos. Dicen que acompañado por su amiga y
enamorada.
La tribu quedó más en silencio que nunca.
Recién en la primavera, cuando las hojas volvieron a cubrir las ramas erizadas de frío de los árboles
desfachatadamente desnudos, volvió Kamshout, acompañado de su compañera y de sus hijos.
Eso dicen algunos.
Otros dicen que los que vinieron eran sólo un grupo de loros haciendo kerrhprrh sin cesar desde las copas
de los árboles.
18
La piedra movediza de Tandil
(Buenos Aires)
Graciela Repún
Un puma desesperado puede perseguir su presa por cualquier terreno. Y alcanzarla.
Un puma hambriento puede querer morder el viento de rabia y desesperación y de vacío.
Un puma feroz puede enfrentarse a las fuerzas de la naturaleza y desafiar hasta al mismo cielo que
traza su destino.
Un puma helado por dentro puede querer comerse el origen de todo calor.
Una vez hubo un puma así. Era en el inicio del tiempo. Persiguió al Sol hasta el cielo. Lo hostigó desde el
amanecer buscando su ocaso.
Pero los indios habían nacido del Padre Sol y ese día, apenas despertaron de la noche más oscura,
notaron que el mundo ya no era resplandeciente. La luz que llegaba del cielo era enfermiza. No iluminaba,
no aclaraba, no caldeaba, no nutría.
El tiempo no pasaba. Siempre era la misma hora, alargada en la agonía. El aire no circulaba,
oprimiendo. El horizonte, que hasta ese día se alejaba de pura inmensidad, ahora se aproximaba como una
cerca, para encerrarlos.
Como siempre que se sentían acorralados, los indios elevaron su mirada al cielo. Miraron hasta poder
ver las heridas del Sol y al puma que las provocaba. El felino era feroz, pero los indios sintieron que ni su
bravura ni sus garras habían herido al Sol. Lo que lo había lastimado era su helada desesperación.
Desde ese momento, el puma fue el enemigo. Odio y armas lo señalaron. Miles de flechas lo buscaron,
miles lo encontraron, miles fueron las heridas del animal que cayó rugiendo.
Cayó en la Pampa como una herida viva. Ningún indio se le acercó, ni siquiera para rematarlo. El Sol,
libre de su acosador, recuperó sus oros y bañó en luz al pueblo de guerreros, a sus buenos hijos. Después,
como todas las tardes, el Padre se despidió en vivaces colorados. Esta vez, los rojos del atardecer no fueron
melancólicos. Al irse, el Sol empujó el horizonte hasta volverlo nuevamente distante y abierto a la
imaginación.
Llegó su esposa, la Luna, la Gran Madre. Y en la noche iluminada por su presencia vio al puma
desparramado de dolor en la llanura. Enseguida supo todo, porque lo había presentido. Quién sabe qué le
pasó por la cabeza a la Luna, pero comenzó a arrojar piedras para tapar al felino. Arrojó piedras enormes,
piedras totales. Como era una dama celeste, su acto impulsivo dio origen a algo bello: las Sierras de Tandil.
Una piedra quedó sobre una flecha, moviéndose, nerviosa. Quedó al borde de un precipicio y no dejó
de moverse hasta el día 29 de febrero del año 1912.
Ese día, la Piedra Movediza de Tandil se deslizó y cayó, rompiéndose en fragmentos dispersos.
La piedra fue real, estaba en la Provincia de Buenos Aires, en la Sierra de Tandil y se movía, vaya a
saber por qué...
Para saberlo, habría que habérselo preguntado al puma.
19
Lobisón1
Isis Rivera
Ña2 Casiana tenía seis hijos varones y el séptimo, encargado.
—Tenés que ser mujer —ordenaba ña Casiana acariciándose la panza. Miraba alto y musitaba a las
estrellas — : Dios mío... que sea mujer.
El día en que la comadrona3 entró al rancho para asistirla en el parto, el hombre rezaba con los otros
hijos. La comadrona misma murmuraba entre dientes:
—Padrecito que estás en los cielos, hacé que sea mujer.
Y cuando se oyó el llanto de la criatura, los que esperaban en la cocina se persignaron.
Casi enseguida sonó el grito de la madre. Y una mariposa negra huyó por la ventana.
Esa misma tarde salió el padre de aquel rancho maldecido con otro hijo varón. El séptimo. Llevaba en
brazos al recién nacido. Iba a la iglesia de Pago Alegre, el pueblo más cercano, a que se lo bautizaran. Le
pusieron el nombre de Benito. Era el que había que ponerle para quebrar el maleficio.
También había que bautizarlo en seis iglesias más, de seis pueblos distintos: siete en total. Eso lo sabía
de sobra el padre, pero el gurí4 era apenas nacido y la maldición recién se cumpliría cuando llegara a mozo.
—Hay tiempo —dijo el padre — . Hay tiempo todavía.
Y le entregó el hijo a la madre. El Benito enseguida se prendió a la teta como lo hubiera hecho un
gurisito cualquiera.
***
Las distancias son largas en Corrientes. Los pueblos quedan apartados. Y había seis hermanos más para
atender. Y había también pobreza y un solo caballo.
Pero los padres no olvidaban la gravedad del caso. Tampoco era muy fácil de olvidar, viendo que el
1
Dice la leyenda que, cuando un matrimonio tiene siete hijos varones seguidos, el séptimo se convierte en lobisón al llegar a la
juventud. El lobisón es un animal mezcla de perro y de cerdo, y algunos paisanos le dicen yaguá-hú, que significa "perro negro"
en guaraní. Dicen que esta transformación tiene lugar los martes y viernes de luna llena, a la medianoche, y que entonces el
lobisón sale a los cementerios y a los gallineros, para comer restos y excrementos. Dicen que suele atacar a las personas y que
solo es posible matarlo con una bala de plata. Claro que también se cuenta que hay maneras de salvar al recién nacido de esa
maldición. ¿Será cierto? Vean esta historia que se relata en los pagos de Corrientes...
2
Forma abreviada de "señora" o "doña", que se antepone al nombre de una mujer.
3
Partera.
4
Niño.
20
Benito crecía flacucho, enfermizo y con más de una costumbre rara. Como esa de no querer probar la
carne. Como esa de pasársela escarbando en el potrero y volver con las uñas renegridas. Uñas largas y
duras que ña Casiana cortaba por las noches y a la mañana estaban largas otra vez. Y curvas.
***
Recién para su quinto cumpleaños lo llevaron a su segundo bautismo en la iglesia de Pago Arias. A los
ocho, lo bautizaron en Loma Alta, la tercera iglesia. A los once, en Pago de los Deseos, la cuarta. A los trece,
en la iglesia de Saladas, la quinta. Saladas era casi una ciudad por aquel tiempo. Y en la casi ciudad hicieron
noche5. Al otro día, el padre lo llevó a la sexta iglesia en Colonia Cabral.
Solo faltaba una y todavía había tiempo, aunque ya no tanto. El padre aún era joven, aunque menos, y
el caballo era el mismo.
Cuando el Benito estaba al cumplir los quince, ya no escarbaba potreros ni rechazaba la carne ni le
crecían las uñas de aquella rara manera. Seguramente los bautismos estaban alejando la profecía. Fue
entonces cuando intentaron ir hacia el norte, hasta Mburucuyá. Querían que el último bautismo fuera en
una iglesia grande, con una bendición importante. Desde aquel malnacimiento, el padre guardaba en el
pecho un largo sapucay6 para gritarlo el día en que se quebrara la maldición.
Esta vez los acompañó el Florián, el hermano mayor. Había cumplido veintidós y montaba un tordillo
que le prestaron.
Y allá iban los tres, camino a Mburucuyá. El padre, en el zaino; los hijos, en el tordillo.
Cruzaron montes de talas espinosos, vadearon lagunas de juncos tupidos, rodearon plantaciones de
tabaco. Y siguieron andando.
Cada tanto veían algún carpincho que se metía en su madriguera. Iban atentos porque estas cuevas son
peligrosas si el caballo llega a hundir la pata ahí.
Sin embargo, resultó que, bordeando los esteros de Santa Lucía, el zaino viejo del padre metió la pata
nomás en una vizcachera. Y cayó de rodillas el caballo, con una quebradura. El padre también tuvo una
mala caída. Y ahí nomás quedó, de cara al cielo, con los ojos abiertos y el espinazo roto. Y se llevó a la
muerte el sapucay.
***
El Benito y el Florián fueron barridos por semejante desgracia. Deshechos. Y tuvieron que sepultarlo ahí
mismo.
El Florián miraba alrededor buscando con qué abrir la sepultura, cuando ve que el Benito empieza a
usar las uñas. Las que desde tanto tiempo atrás no usaba. Y se quedó mirándolo con el alma encogida.
Cuando el Benito acabó el pozo, entre los dos bajaron el cadáver y, otra vez con las uñas, el Benito lo
5
6
Pasaron la noche, se quedaron a dormir.
Palabra de origen guaraní, que designa al grito de alegría o triunfo.
21
cubrió.
Todavía les faltaba despenar de un tiro al caballo, que tampoco tenía salvación. Pero esa noche les faltó
coraje.
Ya habían llorado hasta quedarse secos. Y se durmieron, uno junto al otro y al sereno 7, en el vaho
húmedo de los esteros. Con el sueño pesado del que ha llorado mucho. Bajo la luna redonda como un
plato. Y era viernes.
Apenitas estaba amaneciendo. El Florián creyó ser el primero en despertarse. Alargó el brazo para
tocar al Benito, pero solo tocó la manta sobre la que había dormido. Se incorporó de un salto y lo buscó a
la luz que apenas se insinuaba, pero no lo divisó.
Entonces fue hasta donde había quedado el zaino. El animal no se movía. Tendido de costado, sobre la
pata rota.
Florián se fue agachando, le acarició la cabeza a la luz imprecisa del amanecer y, en la misma caricia,
bajó la mano hasta el cuello.
Sus dedos se sobresaltaron al tocar algo pringoso8 y tibio todavía. Se puso en cuclillas y, sin ver bien,
tanteó mejor. Tocó una herida honda. Tocó otra. Tocó la yugular que no latía. Alguna fiera nocturna le
había clavado los colmillos.
En eso oye unos pasos arrastrados. Levanta la vista y lo ve al Benito. Parado ahí. Greñudo, ausente.
—¿De ande venís? — le dijo y le señaló el caballo.
El Benito se tapó la cara con sus dedos de uñas largas, curvas, sucias. Al instante, corría monte adentro.
Cuando Florián reaccionó y fue tras él, tardó muy poco en perderle el rastro.
***
El Florián volvió, montó el tordillo y anduvo en busca del Benito por varios días, pero no lo encontró.
Una sospecha horrible le comía los sesos.
Finalmente, volvió al rancho con las tres noticias: la muerte del padre, la muerte del zaino y la huida del
Benito tras aquel viernes de luna llena.
Noticia tras noticia, la madre y los hermanos iban cayendo como árboles bajo el hacha. Con apenas un
hilo de voz, ña Casiana pudo decir:
—¿Alcanzaron al séptimo bautismo?
—No —respondió el Florián.
Y salió a buscar botellas. Las trajo. También traía una maza. Puso las botellas sobre una bolsa de
arpillera. Las fue rompiendo a mazazos. Los vidrios, al quebrarse, sonaban a desesperación. Los otros
hermanos trajeron carbones y maderas y hojas secas para encender un fuego y atizarlo, llegado el caso.
Acaso fueran a necesitar brasas, muchas. No sabían si el Benito seguiría siendo el Benito. Bajo qué aspecto
7
8
A la intemperie.
Grasoso, pegajoso.
22
volvería a la casa, si es que volvía. Temían que no tuviera forma humana.
Ahora había que esperar, como mínimo, hasta un martes. Hasta el próximo martes de luna llena.
Pero no fue tan largo el esperar. El domingo a la tardecita, el Benito apareció. Lo traían en ancas9 unos
paisanos. Venía más flaco, consumido, enfermo.
Ña Casiana lo abrazó llorando y le sirvió un plato del guiso del mediodía. Pero el Benito se negó a
probarlo. Otra vez rechazaba la carne, como cuando era chico. Y ña Casiana ahogó un quejido.
El Benito no habló, no contó nada y al otro día volvió a escarbar en los potreros durante horas. Solo.
A la velocidad, con que corren las voces en los pueblos, por todo Pago Alegre se comentaba el caso.
El Benito se volvió sospechoso de haberse convertido en lobisón.
Quien más quien menos se las arregló para tener un crucifijo a mano. Botellas rotas. Tizones
encendidos.
Sabían que, cuando un lobisón vuelve a su forma humana, no quiere que se sepa su secreto. Por eso
huye de los vidrios y de las quemaduras que le podrían dejar marcas.
Así que los vecinos estaban preparados. Quien más quien menos oía por las noches mugir a las vacas.
Eso que solo pasa cuando un lobisón las ronda para beberles la leche.
Quien más quien menos encontraba cada tanto el patio limpio de suciedades de gallina. Eso que solo
pasa cuando un lobisón anda en la noche lamiendo lo que solo un lobisón considera un alimento exquisito.
***
Una noche muy negra, se metió al rancho de Don Nicosia un perro más negro que la noche misma. Era
casi tan alto como un potrillo. Don Nicosia, que estaba prevenido, le salió al cruce al grito de:
— ¡Уaguá-hú!
Pero el perro olisqueó un hueso y se volvió, mansito, por donde había venido. Con eso, don Nicosia
supo que no era lobisón, que era perro negro nomás. Y no le disparó la bala de plata que tenía en el
cargador de su escopeta.
Cuando contó el incidente en el boliche, todo el pueblo estuvo al tanto de que don Nicosia tenía una de
esas balas. Las únicas capaces de atravesar la piel de un lobisón y darle muerte.
Cerca de veinte días habían pasado desde el regreso del Benito al rancho. Un miércoles, la luna se
volvió a llenar. Los seis hermanos la miraron con recelo, y ña Casiana también.
Miércoles no es martes ni tampoco viernes. Pero la luna iba a seguir llena durante ocho días. Y eso era
de temer.
La familia se turnó para vigilar el sueño del Benito, pero la distracción de un minuto alcanzó. El séptimo
varón se echó al monte, no sin antes revolcarse en las cenizas de una hoguera apagada en el potrero días
9
Sobre la parte posterior de la montura.
23
atrás.
Ya en el monte, llegó a un claro, se dejó caer de rodillas y levantó la frente. La luna le volcó una luz
azulada de tan blanca. Y él comenzó a agitarse con espasmos. El cabello le crecía en crenchas duras. Las
cejas se alargaban más allá de la frente. Las manos y los brazos se le iban cubriendo de pelambre espesa.
Los dedos se le arquearon en garras. Las piernas fueron cambiando hasta llegar a patas.
Su piel se ponía tirante a medida que, bajo los músculos, los huesos se alargaban o se contraían. Las
mandíbulas se le estiraron hacia adelante hasta acabar en hocico. Y le creció una cola poderosa.
Y una lengua que chorreaba saliva le colgó entre las fauces. Se alargaron los dientes en colmillos de
fiera y un aullido terrible le vibró en la garganta.
Así, se puso en marcha de regreso al rancho. Buscaba ayuda tal vez... o tal vez no.
El caso fue que los hermanos andaban por afuera. Y cuando vieron a la bestia, temieron que no fuera
un simple perro enorme y negro. Solo la madre tuvo presencia de ánimo:
—¡Yaguá-hú! —lo increpó para salir de dudas.
Y a la bestia se le erizaron los pelos. Mostró los dientes gruñendo con ferocidad. No era un perro
negro, no. Lobisón era.
Uno de los hermanos fue por el crucifijo; otro, por las botellas; un tercero, por las brasas.
A la vista de la cruz, el lobisón retrocedió. Esto animó a los otros, que le empezaron a arrojar botellas
rotas. El lobisón retrocedió aún más. Entonces el Florián, con un nudo en la garganta, le arrojó una palada
de tizones encendidos.
El lobisón escapó de nuevo al monte. Pero esta vez la madre fue tras él.
Lo vio meterse en un naranjal y ella también entró. Él había aminorado la carrera y ahora caminaba.
Hasta que el ruido de una pisada le detuvo el paso. Se dio vuelta y la vio.
Otra vez se le irguieron los pelos del lomo. Un gruñido ronco le lijó la garganta y se preparó para
saltarle encima. Pero ella lo miró a los ojos con una pena infinita y solo dijo:
—Benito...
Y al desdichado lobisón, que había iniciado el salto, se lo vio ahí, en el aire, recuperar su forma
humana, a medida que una bala de plata le iba atravesando el corazón.
Tras los naranjos, don Nicosia bajó el cañón de su escopeta. Humeaba.
24
El gauchito Gil10
Isis Rivera
Se llamaba Antonio este correntino. Y era apenas un gauchito cuando se enamoró de aquella
muchacha. Mala suerte: el comisario también le había echado el ojo. Pero ella prefirió al gauchito. Mala
estrella: el comisario lo entró a perseguir como si fuera criminal. Hasta que lo encontró. Y fue en la
pulpería11.
—¡Eh, vos, mocito! —lo apuró.
Pero el mocito no era lerdo y le hizo frente, facón12 en mano.
El comisario desenvainó también. Y se trenzaron. Uno era hombre de experiencia; el otro, mozo de
habilidad. Y en un momento de descuido, el cuchillo del comisario cayó al piso. El gauchito pudo matarlo
ahí nomás, pero dudó. Le perdonó la vida.
Lástima que el otro seguía siendo el comisario, y ahora tenía una excusa: el gauchito se le había
desacatao13 . De ahí en adelante lo persiguió con más encono. Por atentar contra la autoridad. Así fue como al gauchito le nació la mala fama de tener líos con la policía.
Cuando se armó la guerra con el Paraguay, el gauchito, como tantos otros, se alistó como soldado para
tener ocupación. Y estuvo allá, peleando como cinco años, hasta que la guerra se acabó. Entonces volvió al
país.
Pero acá se encontró con otra guerra. Celestes contra rojos. Argentinos todos, pero en guerra.
El gauchito era rojo de pensamiento y de pañuelo. Un día lo quisieron reclutar. A la fuerza... porque él
se resistió. No iba a pelear contra sus compatriotas: eso, nunca. Y no le quedó otra que hacerse desertor 14
junto con varios de su misma idea. Y así anduvieron nomás, escondidos en el monte, escapados.
Cosa grave era esa. Por aquel tiempo, se pagaba con la vida.
La gente entró a comentar que se habían vuelto bandoleros. Otros decían que robaban, sí, pero solo a
los ricos y para repartir entre los pobres.
Se hablaban muchas más cosas del gauchito. Que había curado a este y sanado a aquel, por ejemplo. Y
con solo imponerles las manos. Y que tenía en los ojos un poder magnético. Y que colgaba de su cuello un
amuleto de san la Muerte15 que lo protegía del mal.
10
En nuestro país, luego de las luchas por la independencia, hubo una serie de guerras entre dos bandos políticos: los unitarios
y los federales. A los primeros les decían los "celestes"; a los segundos, los "rojos". Como siempre sucede en las guerras, estos
enfrentamientos entre hermanos fueron también una excusa para que aparecieran las peores cosas del corazón humano: la
envidia, el odio y el abuso de poder. En medio de toda esta violencia, se desarrolló la historia de la vida del gauchito Gil. De eso
habla el relato que van a leer. Y también de por qué hay tantas personas que piden al gauchito Gil para que les conceda un
milagro.
11
Almacén y bar de campo.
12
Cuchillo grande, recto y puntiagudo.
13 Por "desacatado", el que no acata el mandato de las autoridades.
14
Soldado que abandona el servicio a su bandera.
15
Culto extendido en las provincias del Noreste. A san la Muerte se le pide por protección y para que haga volver las cosas
perdidas.
25
Así se iba ganando cierto respeto y hasta cierto temor, el gauchito. Hasta que una patrulla lo encontró.
Y no hubo san la Muerte ni magnetismo que le valieran.
—Y vos, ¿por qué desertaste? —le preguntaron.
— Ñandeyara se me ha aparecido en sueños —dijo el gauchito — . Y me ha dicho que no hay que
pelear entre gente de la misma sangre.
¿Ñandeyara? ¿El dios de los guaraníes? El sargento a cargo no le creyó. Y decidió trasladarlo a Goya
para que lo juzgara un tribunal, a ver si merecía la muerte o no.
Pero, mientras iban de camino, los vecinos del lugar empezaron a juntar firmas para que el gobernador
lo indultara16. Pensaban que el gauchito era un buen hombre y lo querían libre.
Claro que esto de las firmas empezó a poner nervioso al sargento a cargo. Ya casi llegando a Mercedes,
resolvió:
—¡Qué tribunal ni tribunal! Yo digo que a este gaucho desertor lo matemos acá mismo.
—No me matés, sargento —dicen que dijo el gauchito—. No me matés, que la orden de mi perdón está
en camino.
Pero los soldados ya lo habían tirado al suelo, debajo de un algarrobo, y, sin mirarlo a los ojos, le habían
atado los pies con una soga larga. La pasaron por encima de una rama y lo izaron de manera que quedó
cabeza abajo. Para que no pudiera usar el poder de su mirada y para que el payé17 de san la Muerte, que
nadie se animó a quitarle, no pudiera actuar.
Entonces, cuando el gauchito se vio cabeza abajo, le dijo a su verdugo:
—Vos me vas a matar, sargento. Pero cuando llegués a Mercedes, te van a entregar la orden de mi
perdón. Y eso no es nada: también te van a decir que tu hijo está muriendo de mala enfermedad.
El sargento no lo miraba.
—Vos no me créés, sargento. Y me vas a matar igual. Pero, cuando llegués a Mercedes, vas a saber que
mi sangre es inocente. Y va a ser tarde para que me salvés. Pero salvá a tu hijo al menos. Acordate de mi
nombre, invócame. Porque la sangre inocente hace milagros.
Como bien decía el gauchito Gil, el sargento no le creyó palabra y ordenó a los soldados que dispararan. Pero dicen que las balas rebotaron en el san la Muerte y no entraron en el cuerpo del gauchito.
Entonces, enardecido, el sargento desenvainó su cuchillo. Y lo usó.
La sangre del gauchito Gil mojó la tierra. Y allí quedó colgado el cuerpo, sin sepultura, en tanto la
patrulla recorría el camino que faltaba para llegar a Mercedes.
Al entrar en la ciudad, el sargento recibió a la vez las dos noticias: el gauchito había sido indultado y su
propio hijo agonizaba.
Sin desmontar, regresó a todo galope al lugar donde había derramado aquella sangre inocente.
Descolgó el cuerpo llorando, y llorando le dio sepultura. Y persignándose invocó el nombre del gauchito
Gil. Le pidió perdón y le rogó para que Dios no se llevara la vida de su hijo.
16
17
Le perdonara el castigo que se le había impuesto.
Brujería, hechizo.
26
Dicen que, de regreso a Mercedes, con el alma en un puño, el sargento encontró al chico milagrosamente sano. Dicen también que entonces cortó unas ramas de ñandubay 18 y formó una cruz que clavó
en el lugar exacto donde la tierra se bebió la sangre del gauchito Gil.
El primer viajero que se detuvo allí colgó de la cruz un trapo rojo, el color del pañuelo del gauchito, el
del partido federal.
Al tiempo se supo que la sepultura había quedado en tierras de una familia "importante". Y esta gente
no quiso saber nada de que "ese gaucho bandolero" descansara allí. Y, mucho menos, que "el pueblerío" se
juntara a rezarle justamente dentro de sus tierras. Movieron influencias en el gobierno y consiguieron que
trasladaran el cuerpo al cementerio de Mercedes.
Entonces el pueblerío empezó a murmurar que el gauchito se iba a vengar por esa ofensa.
Si se vengó o no, no es el caso. El caso es que la familia empezó a perder fortuna y salud... hasta que al
padre lo atacó un remolino de locura. Y parece que ahí fue cuando alguno de ellos dijo: "Mejor traigamos
de vuelta al gauchito". Y lo trajeron al lugar mismo de donde lo habían sacado. La familia, entre
arrepentida y aterrada, le levantó un monumento para desagraviarlo19 mejor.
Si lo desagraviaron o no, no es el caso. El caso es que les empezó a volver la salud y también la fortuna.
Claro que lo que volvió además fue el pueblerío. La caravana de devotos del gauchito, hasta el día de
hoy, le sigue dejando trapos, pañuelos, banderas y estandartes rojos. Velas rojas y rojas flores para el
gauchito del pueblo. Y placas de metal con inscripciones, en número incontable.
Así lo recuerdan y así le agradecen por los tantísimos milagros que le piden y él les cumple, según
dicen, generosamente.
También están los viajeros que no creen mucho, pero igual, cuando pasan frente al santuario, detienen
el auto un rato... por las dudas. O, si siguen de largo, al menos lo saludan tocándole bocina. No sea cosa
que el gauchito se ofenda y les alargue el viaje con una serie de inconvenientes o, lo que es peor, que les
suceda algún percance en el camino. Algún percance fatal.
18
19
Árbol de madera rojiza y muy resistente.
Reparar la ofensa que se le hizo.
27
El árbol que no quería morir
Fernando De Vedia
Nunca olvidaré las últimas vacaciones que pasé con mi tío, el que vivía en el sur, en una cabaña
rodeada de montañas y bosques adonde me enviaban mis padres cada primero de enero. No hacía falta
avisarle que iba porque mi tío siempre me esperaba para esa fecha. Además, como era medio ermitaño, no
usaba teléfono, tampoco computadora, ni le gustaba escribir cartas.
“Te va a venir bien un poco de naturaleza, no tanto videojuego”, recuerdo que dijo mi papá antes de
que el micro partiera.
En la terminal de Villa Trochita mi tío me recibió con su perra, que era vieja, algo desvencijada y no
tenía nombre. Después de un año sin vernos, mi tío estaba igual, parecido a un oso grandote, con la barba
peluda como la de Papá Noel pero negra. Nos abrazamos los tres.
Cuando llegamos a la cabaña, que era muy cálida gracias a una chimenea que nunca se apagaba, me
pareció estar en un cuento de hadas. El paisaje a través de las ventanas se veía fabuloso, con montañas
nevadas detrás de bosques que empezaban a ponerse amarillos, y mi tío parecía el gigante de los cuentos,
alto y musculoso.
«—¿Sabés por qué tengo estos músculos? —me preguntó mientras inflaba los bíceps. Me encogí de
hombros e imaginé que iría a algún gimnasio de la zona.
—Mirá —me dijo señalando por la ventana hacia un lugar en el bosque con gran cantidad de árboles
cortados—. Así me mantengo en forma, vení.
Mi tío agarró un hacha enorme y salimos. No había terminado de acomodar mi ropa que ya estábamos
cortando árboles; entonces creí que viviría días de aventuras inolvidables. ¡Qué equivocado estaba!
Caminamos hasta uno de los árboles más gruesos, que a pesar de no ser muy alto sorprendía por el
tamaño del tronco.
—¡Vos quedate ahí! —dijo mi tío apartándome un poco.
Con un golpe certero el filo del hacha penetró la madera y, para mi sorpresa, unas gotitas rojas me
salpicaron la cara. Aunque siempre estuve convencido de que la savia era verde, no roja como la sangre, no
le di importancia, me limpié con una hoja y seguí mirando.
Algo no andaba bien. Mi tío hacía fuerza para sacar el hacha que se había trabado en el tronco,
mientras la vena de la frente se le hinchaba como un globo. Tras lograr destrabarla después de un largo
rato, volvió a clavar el hacha con todas sus fuerzas.
Juro que en ese momento me pareció que el árbol se doblaba, como cuando uno se agarra la panza de
dolor, pero no quise decir nada por temor a que mi tío pensara que me había vuelto loco. Además, el
hacha se había trabado de nuevo y a él se lo veía de muy mal humor, transpirando mientras tiraba del
mango para afuera, sin suerte.
—Vamos a la cabaña a tomar algo caliente —me dijo después de insultar un rato—. ¡No me vas a
28
ganar! —le gritó al árbol, apuntándole con su dedo índice. El hacha quedó clavada en el tronco.
Esa noche no me podía dormir, daba vueltas en la cama pensando en el árbol cuando oí que mi tío
gritaba desde afuera. Muy asustado me asomé a la ventana y entre las sombras pude ver a mi tío,
iluminado por un farol al lado del árbol. Me quedé sentado en el piso junto a la perra, hasta que al rato la
puerta se abrió de golpe.
—¡Me rompió el hacha! ¡Ese maldito me rompió el hacha! —gritaba mi tío con el hacha partida en dos
mitades en cada mano. Tenía la cara y el cuerpo salpicados de gotas rojas. Me fui a dormir sin decir
palabra, por miedo a molestarlo.
A la mañana siguiente, mi tío me despertó bien temprano con una taza de chocolate caliente en la
mano.
—Tomalo rápido que hay mucho por hacer —me dijo. En minutos, estábamos al lado del árbol con un
serrucho larguísimo.
—Yo lo tengo de esta punta, vos agarralo de la otra y empezá a serruchar.
—Tío, a mí no me gusta cortar árboles.
—¡Hacé lo que te digo! —me gritó en la cara.
De nada sirvió nuestro esfuerzo porque los dientes del serrucho apenas lastimaban el tronco, que a
esta altura parecía blindado. Mi tío estaba enfurecido, yo triste y preocupado.
—¡Nunca me pasó algo así! —murmuraba entre dientes—. ¡No me vas a ganar, ya vas a ver!
Por la tarde, mi tío consiguió prestada una sierra eléctrica grande, pesada, muy ruidosa, con la que se
pasó horas tratando de cortar ese árbol. Por fin, cuando ya empezaba a oscurecer, vi que el árbol se
tambaleaba y caía hacia un costado. En ese preciso momento en el bosque retumbó un rugido desgarrador
que duró apenas un instante, suficiente para asustarme y huir a la cabaña junto a la perra que estaba
escondida debajo de la cama, temblando. El único que seguía afuera era mi tío quien, recién pasada la
medianoche, regresó, agotado pero feliz.
—¡Tengo leña para todo el invierno y, además, me voy a hacer un sillón —me dijo dándome una
palmada en la espalda, riendo. Así fue. Las dos semanas que pasamos juntos las dedicó a diseñar un sillón
con la madera de aquel árbol tan extraño. Tanto se apuró que cuando llegó el momento de la despedida,
ya lo había terminado.
—¿Viste que le iba a ganar? —me dijo, sacando músculo. Después me dio un abrazo y subí al micro con
la promesa de regresar algún día.
El verano siguiente volví. Lo primero que llamó mi atención fue que mi tío no me fuera a recibir a la
terminal como cada primero de enero. Supuse que se habría olvidado y me las arreglé para llegar en remí s
a l a c abaña.
Мe sorprendió ver que los pastos estaban muy crecidos, cubriendo casi por completo la entrada a la
casa, con algunas herramientas oxidadas tiradas por ahí. La cabaña раrecía abandonada. Después de
golpear a la puerta con insistencia, logré abrirla con dificultad porque las bisagras estaban oxidadas y
crujían.
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Al asomar la cabeza hacia el interior descubrí que había telarañas por todas partes y, a pesar de la
oscuridad, los pocos rayos de sol que entraban por la ventana me mostraron el espanto. Una imagen que
me acompañará hasta final de mis días. El esqueleto de mi tío sentado en su sillón de madera, aprisionado
por los apoyabrazos que le impidieron levantarse para siempre.
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El Tatuaje
Fernando de Vedia
Don Mario atendía el kiosco de la esquina. Caminaba doblado hacia el suelo con la espalda encorvada,
por eso los chicos del barrio se burlaban de él. Adrián era el más cruel, paseaba por la vereda y lo imitaba
mientras sus amigos reían a carcajadas.
Nadie sabía por qué Don Mario, que todavía era un hombre joven, tenía la espalda así. Solía decir que
algo terrible le había sucedido de muy chico. Un día que Adrián lo estaba imitando, Don Mario se acercó:
–Esto es para que veas que no te guardo rencor –le dijo regalándole un chicle, y se volvió al kiosco.
Adrián y sus amigos se quedaron mudos de la sorpresa.
–¡Tiralo! –gritó uno del grupo–. Debe estar envenenado. Y todos se rieron.
Era uno de esos chicles grandes que vienen con tatuajes. Adrián lo abrió y, por las dudas, siguiendo el
consejo de sus amigos, lo tiró lejos aunque decidió guardar el papel del tatuaje porque le gustó mucho:
una araña roja que le pareció ideal para asustar a las chicas del cole. Instantes después de ponerse el
tatuaje dorso de la mano izquierda, algo extraño ocurrió: Adrián sintió que la araña había movido una de
sus patas. No dijo nada porque pensó que sus amigos se reirían de él.
Por la noche, antes de dormir, se quedó observando el tatuaje un largo rato hasta convencerse de que
todo estaba bien, la araña era un dibujo y probablemente su imaginación lo había engañado. Después de
apagar la luz se durmió tranquilo. Sin embargo, su tranquilidad duraría muy poco.
A la mañana siguiente, ni bien abrió los ojos, lo primero que hizo fue mirar su mano tatuada. Como la
araña roja ya no estaba ahí, pensó que el tatuaje era de mala calidad, que se había borrado muy rápido,
pero al levantar la manga del pijama descubrió a la araña en el antebrazo. Adrián estaba seguro de que la
había tatuado en la mano, ¿cómo podía haberse movido? Además su tamaño era más grande que el día
anterior, así que, muy asustado, corrió hasta el baño a refregarse con agua y jabón, esfuerzo inútil pues la
araña seguía ahí, grande e inmóvil. Trató de dominar el miedo, se propuso no contar nada a nadie y
observó a la araña durante el día, sin cambios. En un momento, cuando pasó frente al kiosco le pareció que
Don Mario le sonreía de una manera rara. No le hizo caso. Continuó observando el tatuaje hasta la
medianoche, cuando sus ojos se cerraron por el sueño.
Con las primeras luces del día se despertó ansioso, miró el tatuaje y la sorpresa lo dejó paralizado: la
araña ahora estaba en su brazo, mucho más crecida que antes. Como el brazo le pesaba, Adrián empezó a
gritar llamando a la mamá quien, asustada, entró a su cuarto. Luego de escuchar la historia del tatuaje sin
entender demasiado, intentó quitarle el dibujo con un cepillo hasta que decidió llevarlo de urgencia al
médico de la familia. Después de revisarlo, el doctor Alfonso recomendó visitar a un especialista en piel
mientras Adrián lloraba. Esa noche durmió en la cama con sus padres, como cuando era chico. Al despertar
quedaron aterrorizados: Adrián tenía la araña en el hombro, enorme. Corrieron al kiosco de Don Mario
buscando explicaciones y ahí se enteraron de que habla cerrado, se había ido del barrio para siempre sin
dejar una dirección donde localizarlo.
Tras revisar a Adrián, el especialista en piel explicó que sólo se trataba de un tatuaje, que no había
motivos para preocuparse, y con la promesa de conseguir los instrumentos para borrarlo, les pidió que
regresaran al día siguiente. Las palabras del médico lograron que esa noche durmieran tranquilos. Al
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amanecer Adrián respiró aliviado porque la araña había desaparecido de su hombro, ya no estaba en
ninguna parte de su cuerpo. “Quizás fue una pesadilla”, pensó mientras se levantaba para lavarse los
dientes, pero al poner un pie en el suelo sintió un peso en la espalda, como si cargara una mochila muy
pesada. Con dificultad alcanzó a mirarse en el Espejo y el horror se dibujó en su rostro: allí estaba la araña,
cubriendo toda su espalda.
Los médicos nada pudieron hacer ni encontraron una explicación para este caso. Desde entonces,
Adrián tiene la espalda encorvada y camina doblado mirando al suelo. Por eso, los chicos del barrio se
burlan de él.
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La vida después del horizonte
Oche Califa
Ella sabe lo que vale su palabra. Sabe que la respetan y la admiran. Sabe que viven pendientes de ella.
Están, también, quienes la cuestionan. El viejo elefante suele decir, enojado:
—¡No le creo una sola palabra! ¡Miente, miente, miente! —Y agrega—: Pero me gusta estucharla...
Así que digamos de una vez de qué se trata: la jirafa, por virtud de su largo cuello, dice poder ver qué
hay y qué ocurre más allá del horizonte. ¿Más allá de la raya donde termina la sabana africana? Sí.
La cuestión es que pasa las tardes mirando hacia allí y a veces hace exclamaciones y se sorprende y...
¿entienden?, eso excita a los curiosos, llámense elefantes, leones, hipopótamos, avestruces, hienas. Y
todos, todos, al caer la tarde la rodean y comienzan a preguntarle:
—¿Y? ¿Qué vio? ¿Qué pasó? ¡Cuente, cuente!
Y ella cuenta, le gusta mucho contar...
Esta noche —como todas las noches— los animales se disponen a escucharla.
—Hoy el Gigante de Tres Ojos lloró— dice, y todos exclaman—: ¡Ohhhh!
—Parece que fue porque la Bruja del Bonete Verde lo retó —sigue la jirafa.
—¿Cómo sabe? —pregunta el león—. Si no puede oír lo que hablan.
—Vi los gestos —retruca la jirafa—. Bueno, pero después vino el Dragón Celeste y lo acarició. Le habló
un buen rato y al final el Gigante sonrió. En eso llegó el Lobizón de Dos Colas y...
—¿Cómo? ¿No había muerto? —pregunta el elefante.
—Esteee... No, bueno, se ve que no estaba muerto, lo que se dice muerto —aclara la jirafa—. Pero las
heridas se le notaban bastante. En fin, se acercó al Gigante y al Dragón y algo les dijo, porque al rato
hicieron fuego.
—¿Saben hacer fuego? ¡Qué seres maravillosos! —dice, con admiración, el avestruz.
—Era un fuego con llamas de colores —sigue la jirafa—. Sobre él comenzó a revolotear la Bruja. Y eso
hizo enfurecer al Gigante, que comenzó a tirarle cascotes. El Dragón y el Lobizón trataban de calmarlo.
Pero no había caso. La Bruja, mientras, reía.
—¡Qué cosa! ¡Es siempre la misma! Lo vuelve loco —murmura el hipopótamo, que sigue la historia
desde que la jirafa la contó por primera vez—. Se ve que el Gigante está enamorado de ella y por eso la
soporta.
—¡No, señor! —grita la hiena, que también está al tanto—. Él, muchísimas veces, se ha portado mal
con ella. Recuerde cuando le pisó el vestido y se lo rompió.
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—Bueno, no discutan —dice el león—. ¿Cómo sigue la cosa?
—Mire, si me van a interrumpir a cada rato... —se queja la jirafa.
—No, no. Siga —exclaman todos.
—Bien. Al rato, se despertó el Fantasma Negro y comenzó a patalear.
—¿Cómo? ¿Tiene pies? —pregunta el elefante.
—Bueno, es una forma de decir —aclara la jirafa—. Lo que hizo fue dar unos saltitos nerviosos porque
no lo dejaban dormir. Pero la Bruja seguía sobrevolando el fuego, y el Gigante, dele tirarle cascotes. El
Lobizón y el Dragón ya no les daban bolilla y se habían puesto a bailar.
—¡Son una manga de locos! —grita, enojado, el león —. ¡Eso es lo que son! Así, ¿qué ejemplo le dan a
la niñita rubia?
—¿Cuál niñita rubia? —pregunta el avestruz.
—¡Cómo! ¿No se acuerda? ¡La que peina al Lobizón!
—Ah, cierto. Pero, siga, siga, doña Jirafa. —No, no puedo seguir —responde la jirafa—.
—¡¿Por qué?! —preguntan todos, alarmados. —Bueno, es que no seguí mirando porque me dolía la
vista.
—¡Oooh..! —dicen todos, y se desilusionan. La jirafa calla, cierra los ojos y resopla. Lo hace muchas
veces, porque le gusta que le rueguen para que siga contando. Aunque esta vez parece que es en serio.
—¿Entonces, no vio nada más? ¿Está segura —pregunta el león.
—Bueno —contesta la jirafa—, me pareció que al final, la Bruja se posaba sobre la cabeza del Gigante y
le daba un beso.
—¡Oooh..! —vuelven a decir todos. Pero esta vez se ponen contentos.
—Sin embargo, no estoy segura. No, señor. ¿Comprenden? No voy a decir que vi algo que по vi, ni a
inventar cosas.
—No, no, claro —contesta el avestruz—. Así que... ¿no hay más por hoy?
—No —dice la jirafa—. Lo siento.
—¿El Duende con Lentes no apareció? —pregunta la hiena.
—No. Tal vez mañana —la jirafa hace un gesto como de “qué vamos a hacerle”.
Entonces, los animales comienzan a retirarse a sus madrigueras. Al fin, es tarde y deben dormir. Una
luna pequeña les ofrece la escasa luz para el rumbo que cada cual debe tomar.
Moviendo sus orejas, como porfiando algo, el elefante se va diciendo:
—Insisto en que miente, miente, miente... —Y agrega—: ¡Pero me encanta escucharla!
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El gran espectáculo
Verónica Sukaczer
Nuestra amistad comenzó de un modo extraño. Yo presentaba mi acto en un claro de la selva, cerca de
una laguna. Tal como lo venía haciendo desde hacía años, colocaba a mi alrededor todo tipo de objetos
filosos, puntiagudos y cortantes que había recolectado en mis viajes, y esperaba a que se acercaran los
curiosos.
El mundo a cinco centímetros de la tierra está verdaderamente poblado, y pronto me rodeaban una
cantidad de bichos de todo tipo y calaña que me estudiaban con interés.
A veces se acercaban sin ningún cuidado a los pedazos de vidrios, tapas de latas, clavos, trozos de
metal, y tenía que correrlos —¡como si yo pudiera correr!— para que no perdieran una pata, un ala, un
ojo.
Nunca me voy a olvidar de aquel saltamontes que quiso emular mi acto y saltó sobre un alfiler. Se lo
llevó un par de cucarachas coleccionistas.
Por suerte eso no volvió a suceder. Soy muy responsable, y cada vez que me presento frente al público
coloco un cartel que dice: “No intente esto en su casa”. Más no puedo hacer.
El día que conocí a Basil yo presentaba mi acto en un claro de la selva. Esperaba escondido en mi
caparazón a que el público se impacientara y comenzara a gritar mi nombre. Recién ahí salía y, sin prisa,
me deslizaba por todos los filos y puntas que había acomodado a mi alrededor. Los bichos se quedaban así,
con la boca abierta. No se oía ni un aleteo, ni un cric, ni un zumbido. Por supuesto, yo nunca me cortaba
por la mitad, ni me lastimaba, ni sangraba, ni me pinchaba. Me llamaban “el caracol indestructible”. Al
terminar siempre me vitoreaban, me llevaban en andas, me invitaban a sus cuevas, nidos, grutas. Me
presentaban a sus hijas, hermanas, primas. Así me ganaba la vida.
Basil, un lagarto basilisco de esos que meten miedo pero que en realidad son más buenos que una
vaquita de San Antonio, esperó aquella vez mezclado entre el público a que yo terminara la función. Luego
se me presentó, muy respetuoso, para contarme que también él tenía un talento, un don. Que era
especial, como yo, y que quería sumarse a mi espectáculo.
Yo dudé. Cantidad de bichos han tratado de subirse a mi éxito. Pero ninguno, hasta ahora, me había
dicho que podía caminar sobre el agua. Y sin darme tiempo a mover una antena, el tipo se lanzó a la laguna
que había a nuestra espalda. Yo sólo atiné a gritar “¡Ahogado!, ¡ahogado!”, como un poseído, y ni me di
cuenta de que Basil correteaba sobre la superficie transparente a una velocidad increíble. ¡Y en dos patas!
No se mojaba siquiera. No se hundía. A mí se me abrió la boca así.
Nunca había visto un prodigio semejante. Era algo de otro mundo.
—Estoy listo para acompañarte —dijo Basil cuando volvió a tierra.
—Siempre hice mi acto solo —dije— Y además, camino muy despacio.
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—Yo puedo llevarte sobre mi lomo —insistió Basil.
Lo pensé.
A mí me llevaba tanto tiempo ir de un lugar a otro que, con suerte, presentaba mi acto una vez cada
tres o cuatro meses. Si Basil me llevaba, podría trabajar todas las semanas. Qué digo. Todos los días. Me
haría millonario. Famoso.
—Está bien —le dije a Basii—, pero yo soy el jefe.
Basil aceptó. El podía andar sobre el agua pero yo era el que enfrentaba los mayores peligros.
Pronto el acto pasó a llamarse: “El caracol indestructible y su amigo, el lagarto milagroso”.
Viajamos por todo el mundo. Nos hicimos grandes amigos. Le enseñé a Basil todo lo que sabía sobre el
mundo del espectáculo, empezando por la regla de oro: nunca pero nunca debíamos presentarnos en
tierras de caracoles. El agregó la regla de oro número dos: nunca pero nunca debíamos presentarnos en
tierras de lagartos basiliscos.
Ninguno hizo preguntas.
Tal como lo había soñado, nos hicimos famosos y millonarios. Pero también comenzamos a llevar un
estilo de vida tan refinado y exquisito que siempre necesitábamos más fortuna y deseábamos más fama.
Contábamos con un equipo de bichos fuertes y poco seso: tarántulas, escarabajos torito, gatas peludas,
que llevaban nuestro equipaje y se ocupaban de nuestras más mínimas necesidades. También nos
protegían del cariño excesivo del público, armaban mi pista de cortantes (¡si habré perdido empleados en
esa tarea!) y estaban atentos de que a Basil no le faltaran golosinas, porque en cuanto mi amigo tenía
hambre podía atrapar con su lengua a cualquiera que anduviera a su alrededor, aunque trabajara para él.
Fue aquella la época más feliz de nuestras vidas.
Hasta que la ambición nos jugó una mala pasada.
Nuestra regla número tres era nunca presentamos cerca de ciudades humanas. No sé por qué, pero allí
los bichos son diferentes. De otra cultura. Animales de mundo. Acostumbrados a ver seres gigantescos y
peligrosos escupir fuego, caminar sobre dos piernas largas, hacer un gol de cabeza. No se impresionaban
con cualquier cosa.
El contacto con los seres humanos cambia a cualquier criatura. Si lo sabíamos, ¿por qué decidimos
actuar cerca de una ciudad? Supongo que buscábamos nuevos desafíos. Porque ya habíamos hecho todo lo
que podíamos hacer: presentarnos ante serpientes venenosas, por ejemplo, y encantarlas con nuestros
dones. Actuar frente a animales que nos duplicaban o triplicaban en tamaño. Ante reyes y reinas. Salir a
cenar con bichitas preciosas y ser adorados por la multitud allí a donde fuéramos.
Nos faltaba, sin embargo, seducir al bicherío de la ciudad.
Ese fue nuestro error.
El acto comenzó como siempre, a la caída del sol. Primero, Basil correteó sobre una laguna y deleitó al
público con una coreografía maravillosa, acompañado por una orquesta de veinte grillos y cigarras. Luego
llegó mi turno. Salí de mi coraza mientras doce luciérnagas me iluminaban, y me paseé por el filo de un
trozo de dvd multicolor, en honor a los ciudadanos. De allí subí y bajé por un clavo que daba miedo.
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El público mantenía el aliento. Ahí volvía a aparecer Basil, para relajar el ambiente. Parecía patinar
sobre el agua, esquiar, surfear.
El acto terminaba conmigo paseándome por un circuito que partiría en dos al piojo más pequeño,
mientras un conjunto de insectos zapateadores hacía retumbar la noche.
Cuando Basil y yo saludamos, al final, los aplausos y vivas del bicherío de ciudad estallaron como fuegos
artificiales.
Habíamos triunfado. A partir de ahora podríamos lograr cualquier cosa. Alcanzar cualquier sueño.
Eso creíamos.
La rata se acercó sin apuro, con ese aire de amargada que traía de la ciudad. Los bichos la dejaron
pasar. Parecía que la conocían, que tenía cierta autoridad. Era gorda, gris y vieja.
Llegó al escenario sin que ninguna de nuestras tarántulas pudiera detenerla. Cuando estuvo a nuestro
lado, me di cuenta de que tenía una mirada sabia, y supe, no sé cómo, que en su vida no había lugar para la
mentira ni el engaño.
—Los caracoles —dijo la rata con tono monocorde, ¡pero con qué atención la escuchaban todos!—
producen una baba incolora y pegajosa a su paso, que los preserva de los peligros y las heridas. La usan
para evitar la fricción durante la locomoción y también para reconstruir su caparazón cuando sufren
heridas o roturas. Pueden caminar por el borde de una navaja sin cortarse.
Yo no entendí ni la mitad de las palabras que había dicho, pero vaya si entendí de qué hablaba.
—Los lagartos basiliscos —siguió diciendo la rata sin cambiar la expresión— poseen la habilidad de
caminar sobre la superfìcie del agua. Sus patas posteriores están provistas de unos lóbulos dérmicos que
funcionan como aletas. Pero si se detienen se hunden, y deben nadar como cualquier lagarto.
Yo miré a Basil.
—¿Te hundís...? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.
Basil se encogió de hombros, si es que un lagarto tiene hombros.
Cuando terminó de hablar, la rata desapareció sin dejar rastros. La muchedumbre nos miró una última
vez, profundamente decepcionada. No gritaron, no nos tiraron con nada, no insultaron, simplemente se
fueron en silencio, arrastrando las patas. Hasta nos abandonaron las tarántulas, los escarabajos torito y las
orquestas que hasta hacía unos minutos trabajaban para nosotros. No hace falta decir que se llevaron
todas nuestras pertenencias. Supusieron, con justa razón, que no les pagaríamos lo que les correspondía
por este último espectáculo. A todos les habíamos robado la ilusión.
Éramos unos fraudes.
La voz se regó por toda la Tierra.
Lo que hacía yo lo podía hacer cualquier caracol del mundo. Y todos los lagartos basiliscos podían
correr sobre el agua. Era nuestra naturaleza.
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—Era una rata de biblioteca —le conté a Basil que me habían contado—, pero muy culta. Además de
comerse las páginas de los libros, los leía. Lo sabía todo.
—¿Estamos en un libro? —me preguntó Basii sin ocultar cierto orgullo.
—Nunca tendríamos que habernos acercado a la ciudad —medité.
A pesar de haberlo perdido todo: fama, fortuna, dignidad, no hemos abandonado el mundo del
espectáculo. Ahora realizamos otro tipo de acto. Basil lleva a los bichos sobre su lomo a corretear sobre el
agua. Les encanta. Yo aprendí algunos trucos, y todos esperan el momento en que me escondo en mi
caparazón y aparezco disfrazado. Lo hago diez, veinte veces seguidas, y siempre salgo con un disfraz
diferente. Se vuelven locos. Eso sí: nada de cosas cortantes.
Debido a las circunstancias hemos tenido que cambiar nuestro nombre artístico.
Ahora somos: “Caracol y Basil, animamos tu fiestita”.
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Un caso de superpoblación
Verónica Sukaczer
Mamá decía que vivíamos en la mejor cabeza del Universo. Yo, en cambio, con mis doce días de vida y
la temeridad propia de la juventud, consideraba que el cosmos estaba demasiado lleno de cabezas como
para pasar todo mi ciclo vital en una sola.
Mamá decía que los jóvenes solo piensan en aventuras y en comer. Y mientras yo succionaba mi
alimento, ella me narraba historias de compatriotas mutilados por los aterradores dientes de un peine fino
de acero inoxidable venido del espacio exterior.
Mamá no entendía. En nuestra cabeza nunca habíamos visto siquiera el reflejo de un peine fino. Nunca
nos habían rociado con productos tóxicos. Ni con vinagre de alcohol. Nunca habían arrancado de la familia
a una liendre. Nunca pasaba nada.
Por eso, el día en que nuestro mundo hizo contacto por apenas unos minutos con un paraíso enrulado,
no lo dudé. Sin despedirme de mi madre, de mi padre ni de ninguno de mis hermanos y hermanas, primos,
tíos, tíos abuelos, sobrinos, sobrinos nietos, me lancé por un pelo grasiento hasta mi nueva morada: una
cabeza del color del sol, con olor a lavanda y tan enrulada que cada cabello parecía una montaña rusa.
Enseguida planté mi bandera, y me dediqué a alimentarme. No pasó mucho tiempo hasta que unos
pequeños dedos comenzaron a hurgar entre el cabello, rascando por allí y por acá, y yo me entretenía
esquivándolos y rozándolos a la vez.
Por las noches, debo decirlo, me sentía un poco solo.
La nueva cabeza estaba desierta. Nunca un compatriota había pisado su superficie. No había vestigios
de antiguas civilizaciones piojas: ninguna picadura fresca, ninguna cicatriz de succión, ningún huevo de
liendre vacío, nada de nada.
Eso me gustó. Yo acababa de descubrir un mundo. Era mío.
Tres días más tarde, sin embargo, todo cambió. Cumplí quince días de vida. Era un adulto. Había
llegado el momento de que formara mi propia familia.
Me erguí sobre mis dos patas traseras y miré mi planeta. Aquí, en esta cabeza suave y de rulos mullidos
yo tendría una familia. Cerré los ojos e imaginé a mis hijos deslizándose por los pelos a pura carcajada. A
mis liendres bien sujetas de aquellos cabellos limpios. A mi compañera succionando en los mejores
rincones del cuero cabelludo para mantenerse espléndida. Hasta imaginaba los dedos regordetes que cada
tanto venían a rascar, moviéndose con cuidado para no lastimar a ninguno de mis crías.
Sí, señor, en esta cabeza, en esta paz, en este paraíso, yo deseaba pasar mi vida entera.
Me asomé a lo más alto, a la cima cabelluda, y oteé el horizonte. El Universo estaba lleno de cabezas,
pero no había rastros de la cabeza de mi infancia. Por un momento había soñado con regresar a mi hogar,
buscar allí esposa, y regresar rápido. Pera vaya uno a saber por dónde andaría el mundo de mi familia.
Debía esperar entonces la oportunidad de que mi cabeza se acercara a otra para conocer a alguien.
Aquella tarde aproveché mi tiempo y mi soledad para colocar carteles a lo largo y ancho de mi cabeza.
Decían:
"Piojo soltero, joven, sano y buen mozo. Activo succionador de sangre. Seis patas
completas, rápidas y ágiles. De profesión descubridor de cabezas, busca pioja
alegre para compartir su mundo e iniciar empresa familiar en cabeza única,
desierta, limpia y sin rastros de tóxicos ni amenazas de peine fino".
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Acabado mi trabajo y luego de cenar opíparamente, me dormí.
A la mañana siguiente, dos mil cuatrocientas noventa y nueve familias de piojos se habían mudado a mi
cabeza.
Pronto todo el mundo se peleaba por el mejor cabello para levantar campamento. Algún avivado de los
que nunca faltan había abierto una oficina de viviendas y ofrecía un bucle por familia a precios delirantes.
Los padres, mientras, buscaban al famoso piojo soltero, sano y buen mozo con quien pensaban casar a sus
hijas, y las madres se dedicaban con afán a colocar liendres en cualquier pelo libre que quedara, con
intenciones netamente colonizadoras. La familia más numerosa, como se sabe, es la que detenta el poder
en una cabeza.
Y las chicas... para qué voy a hablar de las chicas... Se había corrido la voz de que yo era un gran
empresario, un multimillonario dueño de cabezas, con superpoderes capaces de destruir peines finos, y me
buscaban entre todos los piojos como se busca una cana en una cabellera blanca.
No lo podía creer. Llevaba un día de vida adulta y ya lo había complicado todo.
-Oh, gran señor de los piojos -me lamenté-, ¿qué he hecho?, ¿qué he hecho?
La hermosa cabeza reluciente que había conquistado era ahora un manojo de cabellos enredados y
superpoblados. No se podía caminar sin meter una pata en alguna picadura o sin toparse con una liendre.
Por aquí y por allá, familias enteras se acomodaban, ubicaban sus pertenencias, se alimentaban. Pronto,
toda la cabeza perdió su brillo y su olor, y los pequeños dedos atacaron sin piedad.
Fue solo la primera de una serie de ofensivas.
Al rato, nos atacaban diez dedos que pisoteaban y se llevaban a más de un compatriota que no había
logrado esconderse a tiempo. El aire se llenó de ruegos y lamentos de los familiares que quedaban, sobre
todo detrás de las orejas, donde familias enteras luchaban por un pedazo de cuero cabelludo todavía
fresco y con sombra.
Aún, sin embargo, faltaba lo peor.
Yo lo vi venir.
Conocía mi cabeza y supe enseguida que algo andaba mal.
Esta vez el olor no era a lavanda. Era amargo y hacía arder los ojos. Venía en forma de spray. En
minutos, toda la cabeza estaba rociada.
Vi caer piojos como caen pelos en cabeza de viejo. Fue una matanza. Yo logré sobrevivir porque
conocía los rulos más nutridos, y allí me escondí. El mismo cabello me protegió. Por un momento pensé
que esta cabeza, que había sido mía, me cobijaba, que no dejaría que nada me pasara.
Cuando cesó el efecto del spray, llegó el silencio.
Los piojos que habían sobrevivido se dirigían en masa a los bordes de la cabeza, en busca de otros
mundos. Abandonaban liendres, pertenencias, amigos. Dejaban atrás a primos lejanos o tíos con tres
patas.
Cuando parecía que lo peor había terminado, llegó el peine fino.
Yo me acurruqué en un mechón y enganché cada una de mis seis patas a un pelo distinto para poder
pasar de uno a otro en caso de peligro, en vez de aplastarme contra el cuero cabelludo, que era lo que
hacían todos los infelices que pronto perderían su vida entre los dientes del monstruo.
Esperé.
Agotado, me descubrí pensando en mamá, que me había enseñado esos pequeños trucos para
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subsistir, a pesar de que en mi vieja cabeza no se conocía el peine fino, ni los sprays asesinos, ni los locos
descubridores de cabezas. Mi dulce y sabia mamá... ¿me había contado todas esas historias sabiendo que
un día haría uso de esos conocimientos? Mamá... ¡Mamaaá! El peine fino se abrió paso entre los pelos sin
prisa pero sin pausa.
Como topadoras que lo arrasan todo, iba levantando a su paso a los piojos que quedaban. A los débiles,
a los enfermos, a los heridos.
Y luego se iba para regresar limpio, chorreando agua, buscando más y más piojos, destruyendo las
liendres, el futuro del pueblo piojo, en su afán de venganza.
Cuando todo terminó, la cabeza había quedado como quedan los campos de batalla cuando ya han
pasado los ejércitos. Desolada.
Los pocos sobrevivientes abandonaron la cabeza en las siguientes horas.
Yo me quedé.
Había tenido suficiente aventura, pero esta seguía siendo mi cabeza. La cabeza en la que me convertí
en adulto. Ya no necesitaba salir en busca de nuevos mundos.
Los días siguientes me alimenté poco y nada, para que la cabeza sanara. Pero más que nada para
impedir que descubriera mi presencia. Me puse flaco y sabio. Envejecí.
Con el tiempo, la cabeza recuperó su esplendor, su brillo, su aroma, sus rulos. Y yo encontré la paz. Era
feliz.
Tenía veinte días de vida cuando ella llegó. Con ese gesto desafiante de la juventud, que se cree capaz
de descubrir nuevos mundos.
Cuando me vio, se desilusionó un poco y pasó a mi lado como si yo no existiera. Supongo que esperaba
plantar su bandera en una zona aún no colonizada de la cabe- za. Tengo que decir que, después de lo que
había sucedido aquí, no la iba a hallar.
Más tarde la oí lloriquear. Como nos sucede a todos los aventureros, al anochecer se extraña el hogar.
Entonces la busqué y le dije dónde estaban los mechones más cálidos y, finalmente, nos contamos
nuestras historias.
A ella le causó admiración que yo hubiera sobrevivido a la gran batalla, pero más aún que me hubiera
quedado en la cabeza. Me dijo que estaba acostumbrada a unos pocos embates contra peines finos con
dientes de plástico, pero que no sabía si hubiera podido soportar una guerra tan cruel y fulminante como
la que yo había vivido.
Al día siguiente la llevé a conocer toda la cabeza.
Ella se quedó.
Pronto seré padre de doscientas quince liendres, que a su vez en pocos días me harán abuelo; y luego,
bisabuelo; y más tarde, tatarabuelo, y para cuando quiera darme cuenta seré el patriarca de una hermosa
familia de más de mil miembros.
Y todos viviremos en esta cabeza que yo he descubierto.
Me parece que se avecinan nuevos tiempos de guerra.
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Un artista del taxi
Ricardo Mariño
Para Oche Califa
Hace treinta años que soy tachero y en los últimos diez mis jornadas fueron de dieciséis horas. He
llevado tanta gente que con sólo verles la cara cuando me paran en la calle ya sé a dónde quieren ir. Hay
calles de Buenos Aires que sólo yo y los tipos que viven ahí las conocemos: Finlay, Elias Bedoya, Ancón... Sé
cómo late cada semáforo, conozco de memoria los baches de las avenidas, y aun cuando los arreglan sé
que están ahí abajo y puedo adivinar hasta la hora en que se van a romper de nuevo.
En fin, yo ya era el mejor, el único, el perfecto, el Mozart de los taxistas, pero todavía no había llegado
a la cúspide. Todavía no había sucedido aquello que me permitió atravesar los límites de la taximetría
¿existe la palabra taximetría? No importa...Fue el día aquel en que llevé al viejito de pelo blanco.
Era de mañana y yo iba despacio por Curapaligüe y Balbastro, escuchando Radio Rivadavia. El anciano
me detuvo y después tardó una eternidad en meterse en el asiento trasero.
—Al paraíso... —pidió.
No estoy acostumbrado y tampoco me puedo permitir preguntas de principiante como “¿en qué calle
queda, señor?”; “¿por dónde prefiere que tomemos?”. Antes de hacer una pregunta como ésa, no sé,
renuncio o me estrolo contra una columna.
Ma sí, puse primera y salí. Doblé en la esquina, y fue en ese preciso instante en que tomé una decisión
fundamental para mi vida: dejarme llevar por mi instinto de artista del taxi. Claro que hasta entonces yo no
sabía que poseía ese don.
Me concentré y pude sentir la música de la caja de cambios, el fino dibujo del trayecto de las calles, la
armonía de frenadas y aceleraciones, las ondulaciones de las avenidas, la combinatoria de colores de los
semáforos que iba pasando, la proporción de calles de asfalto y de empedrado, de avenidas y calles
comunes. No lo puedo asegurar pero creo que por momentos manejé con los ojos cerrados. Finalmente
“sentí” que esa sinfonía concluía, y clavé los frenos.
—Es acá, señor —le dije.
Trece pesos con treinta y cinco, y él me pagó con diez. Me acuerdo como si fuera hoy.
El viejito bajó y se quedó al lado del auto Delante había un campo con girasoles y de ahí no tardó en
salir una mujer joven con un delantal.
—¡Hijo, querido! —exclamó con una espléndida sonrisa al ver al anciano.
El viejito caminó hacia ella y la abrazó.
—¡Mamá! —le dijo con voz temblorosa.
La mujer lo tomó de la mano y juntos se internaron en el campo de girasoles.
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Eran las cuatro de la tarde. Dejé de trabajar y me fui a tomar unos mates con mi mujer que está medio
postrada por el tema de las piernas.
Al día siguiente subió al taxi una chica de cincuenta y cinco, sesenta años y me dijo:
—Quiero encontrar al hombre de mi vida.
Esta vez hice una salida lenta en primera, una segunda corta, la tercera prolongada, cinco semáforos en
verde, dos en amarillo, uno en rojo, coincidencia del número de curvas a la derecha con cantidad de autos
blancos que pasaba, y de curvas a la izquierda con autos azules. Una obrita de arte.
—Es acá—dije al fin, extenuado, satisfecho y sonriente como un director de orquesta que acaba de
empujar a doscientos músicos a que hagan la mejor actuación de sus vidas.
Había un puerto de río, un muelle y un barquito a punto de atracar.
“Fija, que de ahí baja un chabón y se enamora de la solterona”, pensé.
La chica se repasó el maquillaje y el pelo mientras esperaba el vuelto. Después bajó y se quedó parada
al lado de unas enormes sogas. Por fin el barquito atracó y de adentro salió un lindo tipo, rudo, hermoso,
pelado, medio viejón y manco.
El manco miró a la chica como si la tuviera vista en un sueño, saltó al muelle y con el único brazo la
estrechó contra su cuerpo como para exprimirla. Después, mamita querida, le dio un beso tan largo que
todavía seguía cuando yo ya estaba a tres cuadras y volví a mirar por el espejito.
Desde entonces sólo me dedico a viajes especiales. Tal vez peque de exquisito, pero si sube apurado un
señor y me dice: “¡Rápido, al microcentro, que cierran los bancos!”, yo le contesto:
—Te equivocaste de coche, dogor. Discúlpame pero hoy no estoy para pavadas. Bajate y tomate el que
viene atrás que ése te va a llevar joya hasta donde vos querés.
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La Isla de los narigones
Ricardo Mariño
Mil años antes de que mi abuela empezara la escuela naufragó cerca de una remota y deshabitada isla
del Pacífico la nave del pirata Akad El Nariz.
De los cien tripulantes que acompañaban al pirata solo pudieron nadar hasta la isla un hombre y una
mujer de quienes únicamente se sabe que tenían dos enormes narices -una cada uno- y el pelo verde.
Al llegar a la isla lo primero que hicieron el hombre y la mujer fue exclamar: “¡Nos salvamos!”. Lo
segundo, secarse al sol. Por último, fabricaron una botella de barro cocido.
En el interior de la botella introdujeron una fina piel de marsopa que encontraron en la playa, en la que
dibujaron un mapa y escribieron un mensaje:
“ESTAMOS EN LA ISLA MARCADA EN EL MAPA. VENGAN A RESCATARNOS. NUESTRO BARCO
SE HUNDIÓ EL LUNES PASADO”.
—Quedate tranquila —le dijo el hombre a la mujer una vez que taparon la botella y la arrojaron al
mar—. En dos o tres días la encuentra un griego, un romano, un huno u otro, y nos viene a rescatar.
Ni bien cayó al agua, la botella fue arrastrada por la corriente marina de Freezer, masa de agua fría que
empuja todo lo que encuentra hacia el mar de la China y, si ese día llega a andar cruzada, más lejos
todavía.
Pero no tuvieron suerte. Recién un año después un pescador encontró el envase en una playa china y
se lo vendió al coleccionista de botellas raras Li-kor Ching. Así, la botella de barro estuvo casi trescientos
años en el museo de la familia Ching, sin que a ninguno de los descendientes de Li-kor se le ocurriera
descorcharla.
En el año 1295 un recontratataranieto del coleccionista chino le vendió la botella al navegante
veneciano Marco Polo.
Marco Polo fue hecho prisionero en la ciudad de Génova en 1298. La botella quedó de adorno en la
celda donde él estuvo.
Casi doscientos años más tarde un preso que estuvo encarcelado en el mismo calabozo que Marco Polo
fue liberado por ofrecerse a acompañar a Cristóbal Colón en su viaje a América. Entre sus pertenencias, el
preso trajo a América la botella.
En 1689 la botella estaba en poder de un misionero jesuita. Se sabe que un día ese misionero decidió
destaparla. ¡Al fin alguien leería el mensaje! ¿Había llegado la hora?
No.
Justo cuando el misionero se disponía a abrir la botella, cayó de visita un cacique mataco.
—Qué linda botella —fue lo primero que dijo el indígena.
—Sí, es linda —aprobó el misionero.
Mate va, mate viene, el misionero le cedió la botella al indio a cambio de diez caballos jóvenes, cuatro
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collares de oro, quince mantas, veinte vasijas medianas y mil kilos de yerba mate.
En 1904 la botella fue encontrada por un antropólogo sueco, quien aseguró que se trataba de una
“típica artesanía mataca”. ¿Mataca? ¡Macana! El caso es que el sueco donó la botella al Museo de
Chivilcoy.
Así entra en la historia el hombre elegido por el destino para abrir ¡al fin! la botella de barro: Eider
María Ferraguto, el encargado de limpieza del museo.
Ferraguto tenía la manía de espiar, destapar y husmear en todo lo que estuviera cerrado. Con la botella
no hizo excepción. Su pecho se agitó y su frente empezó a transpirar a mares cuando, tras agitarla, llegó a
la conclusión de que había algo en su interior.
Diez veces estuvo a punto de estrellar la botella contra el suelo para extraer ese tesoro oculto, pero su
deber le indicaba que debía conseguirlo sin romper el envase. Después de maniobrar tres horas con un
alambre logró sacar la piel de marsopa.
Tembloroso, desplegó la crujiente lámina sobre una mesa y leyó:
“ESTAMOS EN LA ISLA MARCADA EN EL MAPA. VENGAN A RESCATARNOS. NUESTRO BARCO
SE HUNDIÓ EL LUNES PASADO”.
Una ola de aire caliente infló el pecho de Eider María Ferraguto. Sintió una mezcla de mareo,
excitación y brote de locura: en ese instante supo que toda la vida había estado esperando una cosa así y
que al fin se confirmaba que él había nacido para grandes causas. Nada impediría que él salvara a esos
pobres náufragos.
A partir de ese momento todas sus actividades tuvieron como objetivo organizar la expedición de
rescate. Lo primero era reunir recursos económicos.
Organizó una rifa de una vaca que no tenía, apostando a que nadie tendría tanta suerte como para
sacarla. Hizo una “colecta pro viaje de rescate”. Vendió su colección de discos de Carlos Gardel y de
revistas El Gráfico, un par de botines viejos con suela de madera y una manguera sin usar de casi cien
metros. Al mes ya tenía el dinero necesario para la expedición.
Eider María Ferraguto llegó a la isla tras dos meses de navegación. Era un lugar maravilloso con arenas
blancas, aguas increíblemente azules, flores, palmeras... Y edificios, cines, autopistas, personas, perros. En
fin, había todo lo que hay en cualquier ciudad, pero ni rastros de los dos náufragos del mensaje. Eider
decidió tomarse allí un mes de vacaciones y luego emprendió el regreso a Chivilcoy y se reincorporó al
museo.
—Viajé de gusto —dice cada vez que recuerda su famosa expedición—. El mensaje lo habrá escrito
algún gracioso. Menos mal que la isla es muy linda. Eso sí, todos los habitantes son increíblemente
narigones. Y tienen el pelo verde.
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Éramos pocos
Silvia Schujer
El papá de mi papá había quedado viudo hacía algunos años. La mamá de mi mamá también. O sea que
mis hermanos y yo teníamos abuelo y abuela, pero por separado.
Por separado es una forma de decir ya que, por el contrario, esta situación provocó un insólito
compacto familiar. Y es que en vez de invitar a mi abuela por un lado y a mi abuelo por otro —como era la
costumbre de los domingos—, un día mis padres decidieron invitar a los dos viejos juntos, creyendo que de
esa manera los ayudaban a sentirse menos solos.
El papá de mi papá y la mamá de mi mamá ya se conocían de antes. Desde antes de haber quedado
viudos. Se habían visto en el casamiento de mis padres —es decir, sus hijos— y en algunos cumpleaños.
Hasta entonces, sin embargo, ninguno había reparado mucho en el otro: por ridículo que parezca, en las
reuniones familiares las mujeres solían juntarse con las mujeres y los hombres con los hombres.
Tal vez por eso, hasta que quedaron viudos y empezaron a encontrarse los domingos en mi casa, lo que
mi abuelo pensaba de la mamá de mi mamá era vago: que era una linda señora, que tenía una risa
demasiado fuerte para su gusto y que era un poco rara en su manera de vestir: andaba siempre repleta de
colores como un árbol de Navidad.
Por su parte, lo que mi abuela pensaba del papá de mi papá tampoco era muy profundo: que el viejo
parecía un buen tipo y que —para su gusto— le sobraba bastante nariz (decía eso y se reía fuerte).
La cuestión es que, a partir de que mis padres empezaron a invitar siempre a los suyos para que
vinieran a casa al mismo tiempo, los abuelos empezaron a tratarse.
Al principio, sólo conversaban en la mesa y después cada cual se volvía a su departamento. Unos meses
más tarde, se llamaban por teléfono antes de visitarnos y se ponían de acuerdo para pasarse a buscar uno
al otro. Al año eran grandes amigos y, según nos lo hicieron saber una vez, se habían anotado los dos en un
curso de Historia del Arte o algo parecido.
Todo iba de maravillas hasta que un domingo, la mamá de mi mamá llamó temprano a casa para
avisarnos que ese día no vendría a almorzar y que el papá de mi papá tampoco porque los dos asistirían a
una reunión con sus compañeros de curso.
De entrada, la noticia no causó ningún efecto especial. Nada. Pero a la semana siguiente, la cosa
cambió. Se celebraba mi décimo cumpleaños y, para empezar, mi abuelo y mi abuela llegaron más tarde
que el resto de los invitados grandes. Para seguir, se la pasaron de secretito en secreto durante toda la
fiesta y, para terminar, ¡por qué no decirlo!, a la hora de irse a sus casas, a los dos se les notó la copita de
sidra que habían tomado de más. Daba la bochornosa impresión de que en los ojos tenían burbujas.
Mi mamá y mi papá que casi nunca discutían, esa noche se pelearon como perro y gato.
—¿Desde cuándo a tu papá le gusta la Historia? —preguntó mi mamá enojadísima.
—¿Y desde cuándo tu mamá toma sidra? —contraatacó mi papá.
—¿No te parece que tu padre está un poco vejete para andar haciéndose el galán?
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—¿Y no te parece que tu madre está un poco jovata para ponerse esos trapos de colores que usa en
vez de vestidos?
De terror. La noche de mi cumpleaños terminó muy mal y creo que de no haber sido por el cansancio
que teníamos todos, hubiera terminado peor. A partir de estos hechos, igual, las cosas cambiaron para
siempre.
La decisión más importante que tomaron mis padres cuando volvieron a dirigirse la palabra fue
suspender los almuerzos conjuntos. Empezaron a invitar de nuevo a cada abuelo por separado y santo
remedio. Uno por domingo.
Las dos primeras semanas ninguno hizo un solo comentario (ni la mamá de mi mamá cuando vino, ni el
papá de mi papá cuando le tocó su turno). Pero el tercer encuentro de esa etapa, volvió a modificar la
situación: fueron los propios abuelos quienes nos invitaron a nosotros a comer a un restorán.
—Tenemos algo que decirles —empezó mi abuelo.
—Algo muy importante —siguió mi abuela, y ahí la comunicación se interrumpió un buen rato porque a
mi mamá se le atravesó un raviol en la garganta y mi papá se volcó encima lo que estaba tomando.
—La abuela y yo estamos de novios —retomó el papá de mi papá levantando su copa e invitando a la
mamá de mi mamá a que hiciera lo mismo.
—Y muy contentos —agregó ella— hasta pensando en casarnos.
Entonces los demás nos quedamos petrificados: mudos y duros como rocas, patitiesos y espantados,
estáticos y estupidizados, con la horrible sensación de que en poco tiempo mis padres se convertirían en
algo así como hermanos y eso era más de lo que podíamos soportar.
Y en eso estábamos, paralizados tras el bombazo, cuando de repente se acercaron a nuestra mesa un
señor y una señora de lo más emperifollados y, aunque un poco tímidos al principio, se arrimaron con
decisión a los abuelos: él a la mamá de mi mamá y ella, al papá de mi papá.
—Ella es Ester —dijo mi abuelo señalando a su novia.
—Y él es Fernando —carraspeó mi abuela y se abrazó al señor.
Entonces mis padres se miraron, se levantaron de sus asientos medio avergonzados y bastante
aturdidos, saludaron a los futuros parientes y agregaron otras sillas a la mesa.
—A la salud de los novios —dijo mi hermana. Y todos levantamos nuestras copas.
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Familia en cadena
Silvia Schujer
Soy Lila.
De lunes a viernes vivo en un departamento con mi mamá y su marido: Juan. Los sábados y domingos,
con mi papá y su mujer: Alicia.
De lunes a viernes, Pedro (mi papá) y Alicia (su mujer) viven también con Lucía, que es la hija de ella.
Los sábados y domingos Lucía se va con su padre, que si mal no recuerdo se llama José.
Los fines de semana, cuando yo voy a la casa de mi padre y Lucía se va a la del suyo, a mi casa viene
Diego, que es el hijo de Juan, el marido de mi mamá.
De lunes a viernes Diego vive en un departamento con su madre que se llama Perla y el marido de
Perla, que se llama Jorge. Perla es la ex esposa de Juan.
Jorge tiene un hijo que se llama Jerónimo y que, de lunes a viernes, vive con su madre que no sé cómo
se llama. Los fines de semana, cuando Diego viene a mi casa, yo voy a la de Lucía y Lucía visita a su padre,
Jerónimo va a lo de Diego.
¿Se entiende hasta acá?
Usar la habitación de Lucía cuando ella se va a lo del padre no es lo que más me gusta pero tampoco
me resulta insoportable. Mi papá se ocupa muy bien de que yo me sienta cómoda y garantiza que todo
esté en orden cuando llego: que en mi cama de su casa no haya ropa de Lucía, por ejemplo, y mucho
menos esos horribles muñecos de trapo que colecciona como si tuviera tres años.
Que Diego venga a mi casa y sea dueño de mi pieza cuando yo voy a lo de Lucía y me instalo en la suya,
tampoco me joroba demasiado. Después de todo el pobre tiene derecho a visitar a su padre y no lo van a
hacer dormir en el comedor. Mi madre, además, no lo soportaría porque para ella el comedor es sagrado.
La cuestión es que todo parece muy organizado (lo es) pero yo igual estoy harta. Bueno, estaba.
Harta de ser hija única con todos los inconvenientes y con ninguna ventaja. Harta de tener que
compartir todo con otros, pero de estar siempre sola.
Por eso el jueves a la noche tuve una idea y el mismo viernes la empecé a poner en marcha.
Hablé a lo de mi viejo pero pedí por Lucía. Le pregunté qué iba a hacer este fin de semana y me dijo
que nada. Que iría a aburrirse a lo de su padre como todos los fines de semana. Me alegró saber que los
patéticos muñecos de su colección no eran parte de su personalidad y nos pusimos de acuerdo
enseguida...
Cuando Diego llamó a mi casa y me pidió por su padre (es decir por Juan, el marido de mi mamá) le
pregunté lo mismo que le había preguntado a Lucía, y la respuesta fue igual. Dijo que vendría a mi casa,
que trataría de no desordenar mucho mi cuarto —que de paso me pedía prestados dos compacts— y no
mucho más. Nos pusimos de acuerdo también. Me preguntó si podía incluir al hijo del marido de su madre,
Jerónimo, que solía ir a su casa cuando él venía a la mía y le dije que por supuesto que sí.
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La cuestión es que el viernes a la tarde el acuerdo estaba sellado y al día siguiente, hoy mismo, cada
uno salió de la casa de su madre como si rutinariamente se fuera a la del padre. Pero no fue así, porque
ahora aquí estamos los cuatro, tomando un helado en un shopping. Nuestras edades son bastante
parecidas (once y doce más o menos) y aunque de hermanos no tengamos nada ¿o sí? nos une un aire de
familia que mata.
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Gran Hermano
Silvia Schujer
A mi hermano
Me lo preguntaron como veinte veces. Y yo les contesté las veinte veces lo mismo: que sí, que me
animaba. Que a los doce años pasar una noche sin los viejos no era nada del otro mundo y que yo podía
hacerlo.
Y que podía hacerme cargo de la insufrible bola de plomo de mi hermana. Y que ante cualquier
problema llamaba al portero.
Eso y mucho más les aseguré a mis padres aquella noche. Cuando me despertaron a eso de las once y
me preguntaron de tantas maneras distintas si yo me animaba a quedarme solo en la casa mientras ellos
—por alguna razón que entonces no dieron pero que se les notaba en la humedad de los ojos— se iban
hasta el día siguiente.
Entonces nos despedimos y cerré la puerta por dentro. Escuché el ruido del ascensor cuando llegaba a
la planta baja y, a los dos segundos, los pasitos de mi hermana (ya dije que era insufrible) caminando hacia
donde estaba yo. ¡Qué pesada! Siempre encima, siempre detrás.
—¿Adonde se fueron? —me preguntó entonces.
—Ni idea —le contesté haciéndome el responsable— salieron un ratito.
—Mentira —dijo ella—. Hasta mañana no vuelven.
—¿Y vos cómo sabés? ¿No estabas durmiendo?
—No —dijo—. Estaba esperando a los Reyes.
—¡Cierto! ¡Los Reyes! —murmuré—. ¡Nos habíamos olvidado!
—¿Quién se había olvidado? —me apuró el monstruo—. Yo no. Y vos tampoco porque tus zapatos ahí
están.
Los que se habían olvidado eran ellos, me acuerdo que pensé entonces. Preocupados como estaban, se
habían ido sin dejarme ningún tipo de recomendación sobre el asunto y esa noche venían los Reyes. ¿Qué
hacía yo con una hermana que todavía dejaba el agua para los camellos? ¿La sentaba en mis rodillas y le
contaba? ¿La mantenía despierta unas cuantas horas más para que después se durmiera hasta que
llegaran mis padres? ¿Me hacía el tarado y dejaba los zapatos vacíos?
Como no se me ocurría nada, lo primero que hice fue acompañar al pequeño plomo a la cama y leerle
ese cuento de las uvas que tanto le gustaba. Quería que el sueño la venciera de una vez por todas así yo
podía dedicarme a pensar tranquilo.
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Cuando conseguí que planchara, fui a la cocina y decidí tres cosas. Primero, tomarme un vaso de leche,
segundo prepararme un sándwich y tercero, revisar los placares de mis padres (y los del resto de la casa)
para ver si encontraba los regalos.
Después que hice todo (las dos primeras cosas con éxito y la tercera, no) me puse a caminar como un
preso de un lado a otro del departamento sin ninguna idea clara en la cabeza. En eso estaba cuando de
repente encontré un papelito doblado en cuatro sobre una cómoda y lo leí: Queridos Reyes Magos —decía,
y enseguida me di cuenta de que la letra era de mi mamá—. Mi nombre es Melina (ése es el nombre de mi
hermana). Voy a cumplir seis años y quisiera dos lindos vestidos para mi muñeca Mirta y un mazo de cartas
para jugar con mi hermano. Espero que el viaje en camello les haya parecido muy precioso. Un beso y
gracias. Melina.
Cuando terminé de leer sentí que el mundo se me caía encima ¿Por qué justo a mí tenía que pasarme
eso? ¿Con qué cara iba a mirar yo a la más insoportable de las criaturas, cuando a la mañana abriera los
ojos y en los zapatos no encontrara nada? ¿Qué le iba a decir, que los Reyes se habían retrasado, que a
Melchor le había dado una descompostura en el camino? ¿Desde cuándo a los Reyes —que eran tan
magos— podían pasarles esas cosas tan humanas? No, no y no, me acuerdo que pensé. Pero ¿qué hacer?
Como no se me ocurría nada mejor y como —además— jamás hubiera salido a comprar algo tan cursi
como vestidos para muñecas, tomé una decisión y me puse a trabajar sin perder un minuto. Saqué un viejo
mazo de cartas que había en el cajón de mi mesa de luz y agarré la cartuchera con lápices y marcadores
que me habían quedado del año anterior. Corté unas hojas de cartulina en cuarenta rectángulos iguales —
lo más iguales que me salieron— y me senté en la mesa de la cocina a dibujar.
Durante toda la noche copié cada una de las barajas españolas (así las llamaba mi abuela) en cada uno
de los rectángulos hasta que armé un mazo completo. Siempre fui bueno para el dibujo pero debo
confesar que los reyes, los caballos y las sotas me costaron un montón.
La cuestión es que a eso de las seis de la mañana el regalo estaba listo y lo envolví como pude. Lo puse
en los zapatos de mi hermana —en los míos un lindo paquete de galletitas que encontré en la alacena— y
me acosté a dormir desmayado de cansancio.
Cuando al día siguiente me desperté —bueno, ese mismo día, pero a eso de las diez— mi hermana
estaba sentada a los pies de mi cama, mostrándole a su muñeca preferida (Mirta) cada una de las cartas
del mazo que le habían traído los reyes. Eso escuché. Apenas le dije hola, el plomo se me tiró encima, me
llenó la cara de besos babosos como un perro (¡ajj!) y me exigió que mirara mis zapatos.
Fingí cierta sorpresa cuando vi las galletitas y más sorpresa aún cuando ella me mostró su regalo.
—¡Qué lindo! —le dije lo mejor que pude—. ¿Te gustan?
—¡Me encantan! —respondió sosteniendo el mazo en su mano—. Pero no sé jugar.
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El brazalete
Liliana Cinetto
El brazalete estaba en el fondo de un baúl destartalado que llegó al negocio de María casi por
casualidad. Ella jamás hubiera adquirido un objeto tan deteriorado porque no se dedicaba a la
restauración, sino solo a la compra y venta de antigüedades. Pero el dueño prácticamente se lo regaló
junto con las escasas pertenencias que había encontrado en una casa que acababa de heredar y que
pensaba demoler de inmediato.
Por eso, pidió por el lote completo de muebles una cantidad de dinero que demostraba que estaba
más interesado en deshacerse de ellos que en sacar rédito. El precio irrisorio tentó a María, en especial,
porque había un par de cosas en buen estado que podría revender con facilidad, como una araña labrada y
unos sillones de estilo francés.
En efecto, a los pocos días solo le quedaba el viejo baúl, que María dejó en un rincón de la trastienda,
lejos de la vista de sus exclusivos clientes, ya que su aspecto desagradable desentonaba con el resto de las
valiosas piezas que exhibía en su local.
María prácticamente se olvidó de él, hasta que necesitó el espacio para ubicar unas estatuas de
mármol que había conseguido en un remate. No pidió ayuda a ningún empleado para mover el baúl,
porque estaba vacío. Cuando apoyó las manos en uno de los costados para empujarlo, la tapa se abrió,
como si se hubiera accionado un mecanismo secreto. Fue entonces cuando lo vio, reluciente,
sobreviviendo al olvido en la penumbra húmeda del interior. Parecía de oro y tenía piedras rojas
incrustadas que formaban un diseño original, de rombos superpuestos, que a María le recordaba algo
indefinido, aunque no se asemejaba a la estética de ninguna de las antiguas culturas que ella conocía a la
perfección.
Lo rescató con cuidado de entre los pliegues desgarrados de la tela que forraba el baúl, donde el
brazalete había permanecido semioculto. Sintió un breve estremecimiento al tocarlo, porque el metal
estaba helado, como si llevara siglos sin tener contacto con la piel de un ser humano, pero se fue
entibiando a medida que María lo pasaba de mano en mano y lo ponía ante sus ojos para observar su
forma zigzagueante, que fragmentaba el rostro de la mujer al reflejarlo.
En ese instante, ante esa imagen deformada y hasta absurda de sí misma, María tuvo el impulso de
ocultar el hallazgo al legítimo propietario, pero se sobrepuso a ese pensamiento ambicioso, inusual en ella,
además, que siempre obraba con la más estricta de las éticas. Se prometió llamarlo por teléfono más tarde
y comentarle acerca del brazalete.
Sin embargo, el día se presentó con varias complicaciones que requerían una pronta solución, y por
diversos motivos fue postergando la llamada. Las dos o tres veces en las que tuvo unos minutos libres, en
lugar de comunicarse con el hombre que le había vendido el baúl, se quedó con el brazalete entre las
manos observándolo con una fascinación hipnótica. Cuando se reponía del éxtasis que le provocaba la
joya, se reprochaba nuevamente su actitud. Quizá por eso se lo llevó a su casa esa tarde, después del
trabajo. Con el pretexto de hacer esa llamada.
Lo cierto es que, al llegar, se dejó caer en la cama, agotada, y sacó el brazalete del estuche en el que lo
había guardado. Era precioso. Mientras lo admiraba, seguía pensando dónde había visto antes ese diseño
tan especial. María no resistió la tentación de probárselo, cosa que no había hecho hasta el momento por
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temor a que alguien en el negocio la viera con él y le preguntara su procedencia.
Mientras lo deslizaba por la muñeca, volvió a sentir el frío del metal, que le erizó la piel. Aunque en un
primer momento creyó que era demasiado grande para ella, el brazalete se ciñó a su brazo con una suave
firmeza, como si hubiera sido hecho a su medida. Le quedaba perfecto e incluso parecía haber revivido,
porque brillaba con una intensidad inesperada.
Aunque un nuevo remordimiento de conciencia le susurraba a María que llamara al hombre, el deseo
de quedarse con el brazalete la aguijoneaba. Y en vez de buscar el número de teléfono, trajo unos libros de
arte en los que rastreó algún elemento que le indicara el origen del brazalete. Fue inútil. En ninguna
fotografía aparecía un diseño similar. Sin embargo, a María le recordaba algo, algo que ella conocía... Se
quedó dormida con un libro sobre el pecho. Cuando se despertó, ya había oscurecido.
Apenas una hilacha de luz incierta se colaba por las persianas bajas. Sintió un dolor agudo en el brazo.
Seguramente se había apoyado sobre el brazalete y se le había entumecido. Estiró la mano para
masajearse el lugar dolorido y quitarse la joya. Sin embargo, el brazalete no estaba. Extrañada, María
tanteó a su alrededor para buscarlo.
Fue en ese momento cuando sintió algo helado que se deslizaba por su piel. Entonces se dio cuenta y
supo con una certeza ya inútil a qué le recordaba la forma del brazalete, con su diseño de rombos
superpuestos. Quiso gritar. Pero ya no pudo, porque una diminuta serpiente dorada con escamas rojas le
apretó el cuello hasta ahorcarla.
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Los músicos de Bremen
Jacob y Wilhelm Grimm
Un hombre tenía un burro que, durante largos años, había estado llevando sin descanso los sacos al
molino, pero cuyas fuerzas se iban agotando, de tal manera que cada día se iba haciendo menos apto para
el trabajo. Entonces el amo pensó en deshacerse de él, pero el burro se dio cuenta de que los vientos que
soplaban por allí no le eran nada favorables, por lo que se escapó, dirigiéndose hacia la ciudad de Bremen.
Allí, pensaba, podría ganarse la vida como músico callejero. Después de recorrer un trecho, se encontró
con un perro de caza que estaba tumbado en medio del camino, y que jadeaba como si estuviese cansado
de correr.
—¿Por qué jadeas de esa manera, cazadorcillo? —preguntó el burro.
—¡Ay de mí! —dijo el perro—, porque soy viejo y cada día estoy más débil y, como tampoco sirvo
ya para ir de caza, mi amo ha querido matarme a palos; por eso decidí darme el bote. Pero ¿cómo voy a
ganarme ahora el pan?
—¿Sabes una cosa? —le dijo el burro—, yo voy a Bremen porque quiero hacerme músico. Vente
conmigo y haz lo mismo que yo; formaremos un buen dúo: yo tocaré el laúd y tú puedes tocar los timbales.
Al perro le gustó la idea y continuaron juntos el camino. No habían andado mucho, cuando se
encontraron con un gato que estaba tumbado al lado del camino con cara avinagrada.
—Hola, ¿qué es lo que te pasa, viejo atusabigotes? —preguntó el burro.
—¿Quién puede estar contento cuando se está con el agua al cuello? —contestó el gato—. Como
voy haciéndome viejo y mis dientes ya no cortan como antes, me gusta más estar detrás de la estufa
ronroneando que cazar ratones; por eso mi ama ha querido ahogarme. He conseguido escapar, pero me va
a resultar difícil salir adelante. ¿Adónde iré?
—Ven con nosotros a Bremen, tú sabes mucho de música nocturna, y puedes dedicarte a la música
callejera.
Al gato le pareció bien y se fue con ellos. Después los tres fugitivos pasaron por delante de una
granja; sobre el portón de entrada estaba el gallo y cantaba con todas sus fuerzas.
—Tus gritos le perforan a uno los tímpanos —dijo el burro—, ¿qué te pasa?
—Estoy pronosticando buen tiempo —dijo el gallo—, porque hoy es el día de Nuestra Señora,
cuando lavó las camisitas del Niño Jesús y las puso a secar. Pero como mañana es domingo y vienen
invitados, el ama, que no tiene compasión, ha dicho a la cocinera que me quiere comer en la sopa. Y tengo
que dejar que esta noche me corten la cabeza. Por eso aprovecho para gritar hasta desgañitarme, mientras
pueda.
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—Pero qué dices, cabezaroja —dijo el burro—, mejor será que te vengas con nosotros a Bremen. En
cualquier parte se puede encontrar algo mejor que la muerte. Tú tienes buena voz y si vienes con nosotros
para hacer música, seguro que el resultado será sorprendente.
Al gallo le gustó la proposición, y los cuatro siguieron el camino juntos.
Pero Bremen estaba lejos y no podían hacer el viaje en un sólo día. Por la noche llegaron a un
bosque en el que decidieron quedarse hasta el día siguiente. El burro y el perro se tumbaron bajo un gran
árbol, mientras que el gato y el gallo se colocaron en las ramas. El gallo voló hasta lo más alto, porque
aquél era el sitio donde se encontraba más seguro. Antes de echarse a dormir, el gallo miró hacia los
cuatro puntos cardinales y le pareció ver una lucecita que brillaba a lo lejos. Entonces gritó a sus
compañeros que debía de haber una casa muy cerca de donde se encontraban. Y el burro dijo:
—Levantémonos y vayamos hacia allá, pues no estamos en muy buena posada.
El perro opinó que un par de huesos con algo de carne no le vendrían nada mal. Así que se pusieron
en camino hacia el lugar de donde venía la luz. Pronto la vieron brillar con más claridad, y poco a poco se
fue haciendo cada vez más grande, hasta que al fin llegaron ante una guarida de ladrones muy bien
iluminada. El burro, que era el más grande, se acercó a la ventana y miró hacia el interior.
—¿Qué ves, jamelgo gris? —preguntó el gallo.
—¿Que qué veo? —contestó el burro—, pues una mesa puesta, con buena comida y mejor bebida,
y a unos ladrones sentados a su alrededor que se dan la gran vida.
—Eso no nos vendría mal a nosotros —dijo el gallo.
—Sí, sí, ¡ojalá estuviéramos ahí dentro! —dijo el burro.
Entonces se pusieron los animales a deliberar sobre el modo de hacer salir a los ladrones; y al fin
hallaron un medio para conseguirlo.
El burro tendría que alzar sus patas delanteras hasta el alféizar de la ventana; luego el perro saltaría
sobre el lomo del burro; el gato treparía sobre el perro, y, por último, el gallo volaría hasta ponerse en la
cabeza del gato. Una vez hecho esto, y a una señal convenida, empezaron los cuatro juntos a cantar. El
burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba. Luego se arrojaron por la ventana al
interior de la habitación rompiendo los cristales con gran estruendo. Al oír tan tremenda algarabía, los
ladrones se sobresaltaron y, creyendo que se trataba de un fantasma, huyeron despavoridos hacia el
bosque.
Entonces los cuatro compañeros se sentaron a la mesa, dándose por satisfechos con lo que les
habían dejado los ladrones, y comieron como si tuvieran hambre muy atrasada.
Cuando acabaron de comer, los cuatro músicos apagaron la luz y se dedicaron a buscar un rincón
para dormir, cada uno según su costumbre y su gusto. El burro se tendió sobre el estiércol; el perro se echó
detrás de la puerta; el gato se acurrucó sobre la cocina, junto a las calientes cenizas, y el gallo se colocó en
la vigueta más alta. Y, como estaban cansados por el largo camino, se durmieron enseguida. Pasada la
medianoche, cuando los ladrones vieron desde lejos que en la casa no brillaba ninguna luz y todo parecía
estar tranquilo, dijo el cabecilla:
—No deberíamos habernos dejado intimidar.
55
Y ordenó a uno de los ladrones que entrara en la casa y la inspeccionara. El enviado lo encontró
todo tranquilo. Fue a la cocina para encender una luz y, como los ojos del gato centelleaban como dos
ascuas, le parecieron brasas y les acercó una cerilla para encenderla. Mas el gato, que no era amigo de
bromas, le saltó a la cara, le escupió y le arañó. Entonces el ladrón, aterrorizado, echó a correr y quiso salir
por la puerta trasera. Pero el perro, que estaba tumbado allí, dio un salto y le mordió la pierna. Y cuando el
ladrón pasó junto al estiércol al atravesar el patio, el burro le dio una buena coz con las patas traseras. Y el
gallo, al que el ruido había espabilado, gritó desde su viga:
—¡Kikirikí!
Entonces el ladrón echó a correr con todas sus fuerzas hasta llegar donde estaba el cabecilla de la
banda. Y le dijo:
—¡Ay! En la casa se encuentra una bruja horrible que me ha echado el aliento y con sus largos
dedos me ha arañado la cara. En la puerta está un hombre con un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna.
En el patio hay un monstruo negro que me ha golpeado con un garrote de madera. Y arriba, en el tejado,
está sentado el juez, que gritaba: «¡Traedme aquí a ese tunante!». Entonces salí huyendo.
Desde ese momento los ladrones no se atrevieron a volver a la casa, pero los cuatro músicos de
Bremen se encontraron tan a gusto en ella que no quisieron abandonarla nunca más. Y el último que contó
esta historia, todavía tiene la boca seca.
56
Los tres pelos de oro del diablo
Jacob y Wilhelm Grimm
Érase una vez una mujer muy pobre que dio a luz un niño. Como el pequeño vino al mundo
envuelto en la tela de la suerte, predijéronle que al cumplir los catorce años se casaría con la hija del Rey.
Ocurrió que unos días después el Rey pasó por el pueblo, sin darse a conocer, y al preguntar qué
novedades había, le respondieron:
—Uno de estos días ha nacido un niño con una tela de la suerte. A quien esto sucede, la fortuna lo
protege. También le han pronosticado que a los catorce años se casará con la hija del Rey.
El Rey, que era hombre de corazón duro, se irritó al oír aquella profecía, y, yendo a encontrar a los
padres, les dijo con tono muy amable:
—Vosotros sois muy pobres; dejadme, pues, a vuestro hijo, que yo lo cuidaré.
Al principio, el matrimonio se negaba, pero al ofrecerles el forastero un buen bolso de oro,
pensaron: "Ha nacido con buena estrella; será, pues, por su bien" y, al fin, aceptaron y le entregaron el
niño.
El Rey lo metió en una cajita y prosiguió con él su camino, hasta que llegó al borde de un profundo
río. Arrojó al agua la caja, y pensó: "Así he librado a mi hija de un pretendiente bien inesperado." Pero la
caja, en lugar de irse al fondo, se puso a flotar como un barquito, sin que entrara en ella ni una gota de
agua. Y así continuó, corriente abajo, hasta cosa de dos millas de la capital del reino, donde quedó
detenida en la presa de un molino. Uno de los mozos, que por fortuna se encontraba presente y la vio,
sacó la caja con un gancho, creyendo encontrar en ella algún tesoro. Al abrirla ofrecióse a su vista un
hermoso chiquillo, alegre y vivaracho. Llevólo el mozo al molinero Y su mujer, que, como no tenían hijos,
exclamaron:
—¡Es Dios que nos lo envía!
Y cuidaron con todo cariño al niño abandonado, el cual creció en edad, salud y buenas cualidades.
He aquí que un día el Rey, sorprendido por una tempestad, entró a guarecerse en el molino y
preguntó a los molineros si aquel guapo muchacho era hijo suyo.
—No —respondieron ellos—, es un niño expósito; hace catorce años que lo encontramos en una
caja, en la presa del molino.
Comprendió el Rey que no podía ser otro sino aquel niño de la suerte que había arrojado al río, y
dijo.
—Buena gente, ¿dejaríais que el chico llevara una carta mía a la Señora Reina? Le daré en pago dos
monedas de oro.
—¡Como mande el Señor Rey! —respondieron los dos viejos, y mandaron al mozo que se
preparase. El Rey escribió entonces una carta a la Reina, en los siguientes términos: "En cuanto se presente
el muchacho con esta carta, lo mandarás matar y enterrar, y esta orden debe cumplirse antes de mi
regreso."
57
Púsose el muchacho en camino con la carta, pero se extravió, y al anochecer llegó a un gran
bosque. Vio una lucecita en la oscuridad y se dirigió allí, resultando ser una casita muy pequeña. Al entrar
sólo había una anciana sentada junto al fuego, la cual asustóse al ver al mozo y le dijo:
—¿De dónde vienes y adónde vas?
—Vengo del molino —respondió él—y voy a llevar una carta a la Señora Reina. Pero como me
extravié, me gustaría pasar aquí la noche.
—¡Pobre chico! —replicó la mujer—. Has venido a dar en una guarida de bandidos, y si vienen te
matarán.
—Venga quien venga, no tengo miedo —contestó el muchacho—. Estoy tan cansado que no puedo
dar un paso más —y, tendiéndose sobre un banco, se quedó dormido en el acto.
A poco llegaron los bandidos y preguntaron, enfurecidos, quién era el forastero que allí dormía.
—¡Ay! —dijo la anciana—, es un chiquillo inocente que se extravió en el bosque; lo he acogido por
compasión. Parece que lleva una carta para la Reina.
Los bandoleros abrieron el sobre y leyeron el contenido de la carta, es decir, la orden de que se
diera muerte al mozo en cuanto llegara. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, y el
capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la
hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana, y, cuando se
despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino. La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a
cumplir lo que en ella se le mandaba: Organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio
al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él.
Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la
suerte se había casado con su hija.
—¿Cómo pudo ser eso? —preguntó—. En mi carta daba yo una orden muy distinta.
Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se
dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el
mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro.
—No sé nada —respondió el muchacho—. Debieron cambiármela durante la noche, mientras
dormía en la casa del bosque.
—Esto no puede quedar así —dijo el Rey encolerizado—. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir
antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija.
Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho
respondió:
—Traeré los tres cabellos de oro. El diablo no me da miedo—. Se despidió de su esposa y
emprendió su peregrinación.
Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y
qué cosas sabía.
—Yo lo sé todo —contestó el muchacho.
—En este caso podrás prestarnos un servicio —dijo el guarda—. Explícanos por qué la fuente de la
plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua.
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—Lo sabréis —afirmó el mozo—, pero os lo diré cuando vuelva.
Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez,
cuál era su oficio y qué cosas sabía.
—Yo lo sé todo —repitió el muchacho.
—Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes
daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera.
—Lo sabréis —respondió él—, pero os lo diré cuando vuelva.
Prosiguiendo su ruta, llegó a la orilla de un ancho y profundo río que había de cruzar. Preguntóle el
barquero qué oficio tenía y cuáles eran sus conocimientos.
—Lo sé todo —respondió él.
—Siendo así, puedes hacerme un favor —prosiguió el barquero—. Dime por qué tengo que estar
bogando eternamente de una a otra orilla, sin que nadie venga a relevarme.
—Lo sabrás —replicó el joven—, pero te lo diré cuando vuelva.
Cuando hubo cruzado el río, encontró la entrada del infierno. Todo estaba lleno de hollín; el diablo
había salido, pero su ama se hallaba sentada en un ancho sillón.
—¿Qué quieres? —preguntó al mozo; y no parecía enfadada.
—Quisiera tres cabellos de oro de la cabeza del diablo —respondióle él—, pues sin ellos no podré
conservar a mi esposa.
—Mucho pides —respondió la mujer—. Si viene el diablo y te encuentra aquí, mal lo vas a pasar.
Pero me das lástima; veré de ayudarte.
Y, transformándolo en hormiga, le dijo:
—Disimúlate entre los pliegues de mi falda; aquí estarás seguro.
—Bueno —respondió él—, no está mal para empezar; pero es que, además, quisiera saber tres
cosas: por qué una fuente que antes manaba vino se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué un árbol
que daba manzanas de oro no tiene ahora ni hojas, y por qué un barquero ha de estar bogando sin parar
de una a otra orilla, sin que nunca lo releven.
—Son preguntas muy difíciles de contestar —dijo la vieja—, pero tú quédate aquí tranquilo y
callado y presta atento oído a lo que diga el diablo cuando yo le arranque los tres cabellos de oro.
Al anochecer llegó el diablo a casa, y ya al entrar notó que el aire no era puro:
—¡Huelo, huelo a carne humana! —dijo—; aquí pasa algo extraño.
Y registró todos los rincones, buscando y rebuscando, pero no encontró nada. El ama le increpó:
—Yo venga barrer y arreglar; pero apenas llegas tú, lo revuelves todo. Siempre tienes la carne
humana pegada en las narices. ¡Siéntate y cena, vamos!
Comió y bebió, y, como estaba cansado, puso la cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que lo
despiojara un poco.
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A los pocos minutos dormía profundamente, resoplando y roncando. Entonces, la vieja le agarró un
cabello de oro y, arrancándoselo, lo puso a un lado. —¡Uy! —gritó el diablo—, ¿qué estás haciendo?
—He tenido un mal sueño —respondió la mujer—y te he tirado de los pelos.
—¿Y qué has soñado? —preguntó el diablo.
—He soñado que una fuente de una plaza de la que manaba vino, se había secado y ni siquiera salía
agua de ella. ¿Quién tiene la culpa?
—¡Oh, si lo supiesen! —contestó el diablo—. Hay un sapo debajo de una piedra de la fuente; si lo
matasen volvería a manar vino.
La vieja se puso a despiojar al diablo, hasta que lo vio nuevamente dormido, y roncando de un
modo que hacía vibrar los cristales de las ventanas. Arrancóle entonces el segundo cabello.
—¡Uy!, ¿qué haces? —gritó el diablo, montando en cólera.
—No lo tomes a mal —excusóse la vieja—es que estaba soñando.
—¿Y qué has soñado ahora?
—He soñado que en un cierto reino crecía un manzano que antes producía manzanas de oro, y, en
cambio, ahora ni hojas echa. ¿A qué se deberá esto?
—¡Ah, si lo supiesen! —respondió el diablo—. En la raíz vive una rata que lo roe; si la matasen, el
árbol volvería a dar manzanas de oro; pero si no la matan, el árbol se secará del todo. Mas déjame
tranquilo con tus sueños; si vuelves a molestarme te daré un sopapo.
La mujer lo tranquilizó y siguió despiojándolo, hasta que lo vio otra vez dormido y lo oyó roncar.
Cogiéndole el tercer cabello, se lo arrancó de un tirón. El diablo se levantó de un salto, vociferando y
dispuesto a arrearle a la vieja; pero ésta logró apaciguarlo por tercera vez, diciéndole:
—¿Y qué puedo hacerle, si tengo pesadillas?
—¿Qué has soñado, pues? —volvió a preguntar, lleno de curiosidad.
—He visto un barquero que se quejaba de tener que estar siempre bogando de una a otra orilla, sin
que nadie vaya a relevarlo. ¿Quién tiene la culpa?
—¡Bah, el muy bobo! —respondió el diablo—. Si cuando le llegue alguien a pedirle que lo pase le
pone el remo en la mano, el otro tendrá que bogar y él quedará libre. Teniendo ya el ama los tres cabellos
de oro y habiéndole sonsacado la respuesta a las tres preguntas, dejó descansar en paz al viejo ogro, que
no se despertó hasta la madrugada.
Marchado que se hubo el diablo, la vieja sacó la hormiga del pliegue de su falda y devolvió al hijo de
la suerte su figura humana.
—Ahí tienes los tres cabellos de oro —díjole—; y supongo que oirías lo que el diablo respondió a tus
tres preguntas.
—Sí —replicó el mozo—, lo he oído y no lo olvidaré.
—Ya tienes, pues, lo que querías, y puedes volverte.
Dando las gracias a la vieja por su ayuda, salió el muchacho del infierno, muy contento del éxito de
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su empresa. Al llegar al lugar donde estaba el barquero, pidióle éste la prometida respuesta.
—Primero pásame —dijo el muchacho—, y te diré de qué manera puedes librarte—. Cuando
estuvieron en la orilla opuesta, le transmitió el consejo del diablo: —Al primero que venga a pedirte que lo
pases, ponle el remo en la mano.
Siguió su camino y llegó a la ciudad del árbol estéril, donde le salió al encuentro el guarda, a quien
había prometido una respuesta. Repitióle las palabras del diablo: —Matad la rata que roe la raíz y volverá a
dar manzanas de oro.
Agradecióselo el guarda y le ofreció, en recompensa, dos asnos cargados de oro. Finalmente, se
presentó a las puertas de la otra ciudad, aquella en que se había secado la fuente, y dijo al guarda lo que
oyera al diablo:
—Hay un sapo bajo una piedra de la fuente. Buscadlo y matadlo y volveréis a tener vino en
abundancia.
Dióle las gracias el guarda, y, con ellas, otros dos asnos cargados de oro.
Al cabo, el afortunado mozo estuvo de regreso a palacio, junto a su esposa, que sintió una gran
alegría al verlo de nuevo, y a la que contó sus aventuras. Entregó al Rey los tres cabellos de oro del diablo,
y al reparar el monarca en los cuatro asnos con sus cargas de oro, díjole, muy contento:
—Ya que has cumplido todas las condiciones, puedes quedarte con mi hija. Pero, querido yerno,
dime de dónde has sacado tanto oro. ¡Es un tesoro inmenso! —He cruzado un río —respondióle el mozo—
y lo he cogido de la orilla opuesta, donde hay oro en vez de arena.
—¿Y no podría yo ir a buscar un poco? —preguntó el Rey, que era muy codicioso.
—Todo el que queráis —dijo el joven—. En el río hay un barquero que os pasará, y en la otra
margen podréis llenar los sacos.
El avaro rey se puso en camino sin perder tiempo, y al llegar al río hizo seña al barquero de que lo
pasara. El barquero le hizo montar en la barca, y, antes de llegar a la orilla opuesta. poniéndole en la mano
la pértiga, saltó a tierra. Desde aquel día, el Rey tiene que estar bogando; es el castigo por sus pecados.
—¿Y está bogando todavía?
—¡Claro que sí! Nadie ha ido a quitarle la pértiga de la mano.
61
El beso invisible
Mario Méndez
Al amigo Dolina, afectuosamente.
Hacía tres meses que habían empezado las clases cuando por fin Inés, su secreto amor, le dijo que
esa tarde había pedido permiso y que si él quería podían ir juntos a la calle Bacacay. Ale, medio
atragantándose con las palabras, le contestó que por supuesto, y al mediodía, mientras iba para su casa,
nervioso como nunca había estado, recordó los primeros días de clase.
Aunque en el patio, antes de la formación, algunos nuevos compañeros lo hubieran saludado, Ale
había entrado al grado con un poco de miedo. Ya se había imaginado que no sería fácil ser el nuevo del
grado, pero la realidad era todavía mas dura de lo que había pensado durante las vacaciones. Con un nudo
en el estómago avanzó entre las filas, buscando un lugar que le gustara, lo más cerca del fondo, como
siempre. Primero se sentó con un gordito pecoso, uno de los que había hablado con él en el patio, pero el
gordito le dijo que se buscara otro lugar: hacía seis años que se sentaba con el mismo chico. Pensando en
sus compañeros viejos, especialmente en Adrián, su mejor amigo, Ale dejó el lugar de inmediato. Al fin
logró ubicarse en el único asiento que había quedado libre, junto a una petisita de trenzas, pecosa y de lentes, que se llamaba Inés. Ale tenía muy poca experiencia en eso de sentarse con mujeres y pensó que sería
un plomo, pero muy pronto cambió de idea: Inés era muy simpática, muy graciosa, y tenía algo, quizá los
ojos muy grandes detrás de los lentes redonditos, quizá las trenzas negras contrastando con la cara muy
blanca, o tal vez las pecas, que a Ale le gustó de entrada.
En la primer hora de clase la maestra de matemática hizo un poco de tiempo esperando que todos
terminaran de acomodarse, mientras llenaba unos papeles. Cuando terminó con los papeles pidió silencio,
los saludó y empezó a hablarles de lo importante que era este último año del colegio, de cómo tenían que
portarse, ahora que eran los veteranos de la escuela y otras cosas por el estilo. Después preguntó si había
alguien nuevo y todas las cabezas se volvieron hacia Alejandro, que hizo fuerza para no ponerse colorado.
Para colmo, no sólo tuvo que aguantar la curiosidad de todo el grado; también tuvo que explicar que se
había cambiado a esta escuela de Flores porque se habían mudado y hasta contó lo que había hecho en las
vacaciones.
Cerca del final del día llegó el cambio de materia y le tocó el turno a la profe de lengua, una maestra
joven y bastante simpática que en vez de preguntarles como les había ido en las vacaciones prefirió
averiguar si sus nuevos alumnos habían leído algo durante el verano y les pidió que contaran lo que habían
preferido. Algunos chicos confesaron que no habían leído nada, otros dijeron que solamente El Gráfico y
revistas de computación y unos pocos nombraron y resumieron cuentos, historietas y novelas, de
aventuras, de humor, de terror y también de amor. Entre los que sí habían leído, y mucho, estaba Inés, a la
que le encantaban los cuentos de terror: ella sola nombró casi más libros que todos los demás juntos, y
pudo recordar un montón de historias, como si las hubiera leído diez minutos antes. Algunos chicos
amagaron una burla pero enseguida se callaron: la verdad era que Inés contaba con tanta gracia que daba
gusto oírla: Las cabezas sin hombres, Socorro, Queridos monstruos, Amores que matan, El diablo en la
botella, cuentos de brujas, de monstruos, fantasmas y otras yerbas, Inés había leído un montón de ellos.
Cuando terminó de contar le llegó el turno a Ale, pero en. ese momento tocó el timbre de salida y
quedaron en que al otro día seguirían. Ale, todavía sin saber por qué, suspiró aliviado: él había leído muy
poco, pero de pronto le habían entrado ganas de quedar bien con Inés, de impresionarla con sus lecturas.
62
Al mediodía, cuando llegó a su casa, se encontró con su papá, que como siempre que tenía franco en el
trabajo aprovechaba para sentarse a leer al sol. El padre cerró el libro y le preguntó cómo le había ido, Ale
le contó rápidamente su primer día en la nueva escuela y señalando el libro le preguntó que estaba
leyendo.
—A Dolina —contestó el padre— tendrías que leerlo, ahora que vivimos en Flores.
—¿Son cuentos? —volvió a preguntar Ale, mirando el índice
Sorprendido por el interés de su hijo, que era la primera vez que llegaba del colegio y no se abalanzaba
sobre la heladera, el padre le contó que eran cuentos que sucedían en el barrio de Flores, que había
cuentos cómicos, algunos cuentos tristes, otros de amor y hasta de misterio y terror. Ale miró el índice y se
detuvo en un título: “El Catálogo de horrores”.
—Contame este —pidió, alcanzándole el libro.
Todavía sin salir de su asombro el papá de Ale abrió el libro donde su hijo le decía y se puso a leer.
Al día siguiente Ale se pasó la mañana entera esperando que llegara la hora de lengua. Se había
aprendido casi de memoria los horrores de Flores que contaba Dolina y quería lucirse con su compañera de
banco. Cuando al fin le llegó el momento de hablar la maestra se sorprendió de que hubiese leído un libro
para grandes y lo invitó a que lo contara al grado. Ale habló del gigante que roba sombras, de la víbora que
vive bajo la avenida Juan B. Justo, de las barreras de la muerte y, especialmente, del beso invisible de la
calle Bacacay, que trae desgracias a quien lo recibe. Detrás de los anteojos Inés tenía los ojos más grandes
que nunca y cuando Ale terminó de contar le preguntó en voz baja si él sabía por qué parte de Flores
estaba ese lugar del cuento. Ale le aseguró que sí, y después de un rato, cuando por fin se animó, le dijo
que si ella quería una tarde la llevaba. Inés bajó los ojos y no dijo nada, pero Ale supo que también tenía
ganas.
Y ahora por fin, más de un mes después de aquel primer día, llegaba el momento de ir a buscar el beso
invisible. Apenas llegó a su casa Ale buscó en la biblioteca de su papá el libro de Dolina y volvió a leer en la
historia del famoso beso la parte que le interesaba. Leyó tres veces seguidas el párrafo y después se fue a
cambiar: faltaban como dos horas para que se encontraran con Inés en una heladería de la calle
Aranguren, pero estaba seguro de que el tiempo no se le iba a pasar más.
Cuando por fin llegó la hora del encuentro a Ale le dolía la panza de los nervios, pero, claro está, por
nada del mundo se habría perdido esa cita. Inés se había puesto un vestido floreado y una camisola blanca,
y estaba más linda que nunca. Ale tartamudeó un par de veces y al fin logró que la voz le saliera más o
menos normal.
—Es por Bacacay, cerca de Boyacá. O por ahí. Hay que buscar un rato.
Inés sonrió. Parecía saber que la aventura iba a tomar un tiempo y lo estaba disfrutando, así que se
dejó guiar por Bacacay ida y vuelta como siete cuadras, primero por una vereda y después por la otra. De
pronto Ale se decidió y se detuvo de golpe.
—Vos sabés... —empezó a decir— digo, que si recibimos el beso invisible podemos tener una
desgracia, ¿no?
Inés volvió a sonreír. Ale no entendía por qué, pero siguió hablando. El corazón le pegaba en el pecho
como un bombo, tanto que pensó que Inés sonreía porque estaba escuchando los latidos.
—Yo te digo porque es peligroso, pero leí en el libro que hay una forma de evitar el hechizo... un
contrahechizo medio raro...
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Inés hizo fuerza para que no se le escapara una risita, pero puso cara de sorpresa y preguntó cómo era.
—Si recibís el beso invisible tenés que besar enseguida a alguien, y la desgracia no se cumple,
¿entendés?
Inés hizo que sí con la cabeza y siguió caminando, ahora un poco más cerca de su amigo, esperando. Al
llegar a la esquina de Terrero, Ale se paró de golpe y sin pensarlo más agarró a Inés de los hombros y la
besó rápidamente en la mejilla. Inés lo miró con sus grandes ojos brillándoles tras los lentes redonditos y le
sonrió.
—Sos un tramposo —dijo—. Yo también leí el libro: dice que el contrahechizo es una trampa de los
muchachos para aprovecharse y besar a las chicas.
Ale se puso muy rojo y se quedó callado. Hubo un instante de silencio, en que Ale temió que Inés diera
media vuelta y se fuera; no sabía si tenía que decir algo, o simplemente salir corriendo, pero, por suerte,
no tuvo necesidad de ninguna de las dos cosas. Inés ya había decidido por él.
—Me gusta cuando te ponés colorado —le dijo ella bajando la voz, y poniéndose en puntas de pie le
regaló su primer beso de enamorada.
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La sorpresa
Mario Méndez
Ya eran cerca de las once de la noche y los tres habían cenado en un restaurante bastante fino, habían
visto, un rato antes, un espectáculo en un centro cultural y, en suma, se habían divertido. Era el final de un
día difícil, un día que, para los tres, pero especialmente para Marcelo, había tenido de todo: angustias,
sorpresas y broncas.
Mario pasó el brazo por sobre los hombros de su hijo y aprovechando que Laura se había ido al baño, lo
miró a los ojos e hizo, con apenas una palabra, un resumen de todos sus interrogantes. De todas las dudas
que tenía desde bastante tiempo antes de esa tarde.
—¿Y? —le preguntó.
Marcelo mantuvo la mirada de su papá, se aclaró la garganta y antes de contestar dejó que las
imágenes del día, incluida esta última parte festiva, le fueran pasando despacio por la cabeza...
Esa mañana no pasaba nunca. A Marcelo las horas de clase se le estaban haciendo eternas y aunque
intentaba concentrarse y atender a lo que decían los profesores, no conseguía despegar la mirada del reloj,
esperando que por fin fueran las doce y cuarto para salir del Colegio.
Hacía ya varios días que Marcelo esperaba la llegada de su padre. Habían quedado en que apenas él
volviera de su último viaje de trabajo —el tercero en tan sólo dos meses— irían a jugar juntos al fútbol, a
patear penales, los dos solos, a la canchita. Y quizás al cine y a cenar. Era una promesa que Mario, su
padre, le había hecho hacía ya diez días, pero Marcelo, por supuesto, la tenía muy presente.
Desde la noche anterior, cuando el teléfono sonó en casa de su mamá y Mario le confirmó que llegaría
al otro día al mediodía, llevando una sorpresa especial, Marcelo se sentía inquieto. No sabía por qué, pero
la anunciada sorpresa de su papá lo tenía en vilo. ¿Qué sería? ¿Un regalo especial? ¿Acaso un compact,
una camiseta de la selección, o una de Los Pumas, ahora que la ofrecían en una promoción televisiva? No,
Marcelo no sabía por qué, pero estaba seguro de que la sorpresa sería algo más importante que un simple
regalo.
Ya hacía tres años que los padres de Marce se habían separado y desde ese entonces su vida había
cambiado sensiblemente. Por empezar, ahora tenía dos casas, y aunque vivía la mayor parte del tiempo en
la casa de su mamá, Marcelo sentía que tanto la de su madre como la de su padre eran sus casas por igual.
No importaba que desde la separación Mario viajara cada vez más seguido, y que cada viaje durara un
poco más que el anterior.
A las doce y cuarto al fin sonó el último timbre y Marcelo agarró su mochila y llegó a la calle en un
instante, casi corriendo, aprovechando que su división, la de primer año “B”, era la más cercana a la puerta
y que no los obligaban a salir formados, como cuando estaban en séptimo. Un preceptor lo detuvo, lo retó
un poco por la salida atolondrada y lo obligó a salir caminando normalmente. Marcelo refunfuñó y se
dirigió a la parada del colectivo. Una voz amiga lo detuvo un instante. Era Luciana.
—¿Cómo, hoy no te vas caminando?
—No, hoy no. Hoy voy a lo de mi viejo, ya debe haber llegado.
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—Ah, bueno, suerte.
—¿Por qué?
Luciana lo miró sorprendida. La pregunta de Marcelo había sonado destemplada.
—¿Cómo por qué? ¿Hay que tener motivos para desearle suerte a un amigo?
—No, tenés razón. Estoy un poco nervioso. Discúlpame, ahí viene el cole, chau.
Luciana se detuvo y se lo quedó mirando. Cuando Marcelo subió de un salto al colectivo y puso las
monedas en la máquina ella todavía estaba parada. “Qué bruto”, pensó Marcelo, “tendría que haberle
dado un beso”.
Ya era cerca de la una cuando bajó del colectivo y caminó apurado hasta el edificio donde vivía su
padre. A diferencia de la casa de su mamá, la de Mario quedaba lejos del Colegio, ese era uno de sus
principales problemas, aunque tenía como ventaja que en el edificio se había hecho amigo de un par de
chicos de su misma edad, muy macanudos. Precisamente Julio, uno de ellos, salía del edificio justo cuando
Marcelo llegaba, casi corriendo. Se saludaron y Marcelo buscó las llaves, pero por más que revolvió la
mochila hasta darla vuelta por completo, no las pudo encontrar.
—¿Qué pasa? —preguntó Julio— ¿Te olvidaste las llaves?
—Sí, pero no importa. Por suerte estás vos, abrime la puerta que mi viejo debe estar arriba.
—¿Y por qué no tocás el portero? Mirá si no está.
—No, tiene que estar. Dale, abrime.
—Como quieras, pero yo me tengo que ir, espero que no te quedes encerrado.
—No, seguro que no. Quedate tranquilo.
Julio le abrió la puerta, arreglaron que se llamarían y se despidieron. Marcelo subió los tres pisos que lo
separaban del departamento de su padre saltando los escalones de dos en dos. No tenía ganas de esperar
el ascensor. Tocó en el 3º “В” y espero, con una sonrisa enorme asomándole a los labios. Pero nadie le
respondió. Volvió a tocar y apoyó una oreja en la puerta. No se oía ningún ruido. Marcelo reprimió un
insulto. Julio había tenido razón; su padre no había llegado. Aunque quizás pudiera ser que hubiese ido a
hacer un mandado, pensó. Pero después se dijo que no, ya que en ese caso le habría dejado una nota. Y
luego volvió a contradecirse: ¿y si la nota estaba adentro? Después de todo él tenía las llaves del
departamento, ¿para qué le iba a dejar el mensaje en la puerta?
Decepcionado volvió a bajar las escaleras a los saltos y se sentó en los escalones de la planta baja,
esperando a que alguien saliera o entrara para abandonar el edificio. Al rato pasó un vecino y Marcelo se
encontró nuevamente en la vereda. No sabía qué hacer. Podía sentarse en la puerta de la calle y esperar
ahí, o podía ir hasta el café de la esquina, pedir una gaseosa y desde la mesa de la ventana vigilar la puerta.
Al rato decidió que la mejor opción era la del café y hasta allí se dirigió. Pidió una coca, tomó prestado el
diario, leyó la parte deportiva y siempre vigilando la puerta del edificio se dedicó a esperar y, como dice el
dicho, a desesperar. El tiempo pasaba y Mario no aparecía. Cerca de la una y media el mozo, que lo
conocía, se acercó a preguntarle si además de la coca no quería algo de comer. Marcelo lo miró y negó con
la cabeza. Estaba un poco angustiado y el hombre lo notó de inmediato.
—Si no tenés plata no importa, después me lo pagás. Dale, te hago una hamburguesa.
Marcelo no se negó. Aunque todavía tenía ganas de almorzar con su padre, ya no aguantaba el
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hambre.
Después del sándwich, cuando ya eran las dos de la tarde, Marcelo dudó si le convenía quedarse
esperando. No era una de esas personas que enseguida piensan lo peor, pero esta vez no pudo evitarlo.
Después de todo, su padre hacía los viajes en auto y, ya se sabe, las rutas suelen ser peligrosas. Intentó
alejar los malos presagios de su cabeza y se puso a barajar posibilidades. Bien podía ser que su padre
hubiese tenido un contratiempo de trabajo, y que en el contestador estuviera el mensaje avisándole del
retraso. También podía ser que una goma pinchada o cualquier otro desperfecto fueran los culpables de la
larga espera. Podían pasar tantas cosas que Marcelo se dijo que no había porqué pensar en ninguna
desgracia. Ya vería asomar el coche de su padre por la calle, y saldría disparado a saludarlo. Sí, eso era lo
que tenía que ocurrir.
A las tres de la tarde el mozo, con cara de pena, le recordó que estaban por cerrar, y que no abrirían
hasta el atardecer.
—¿Necesitás dinero para un taxi, o algo? —le ofreció amablemente el hombre, pero Marcelo negó con
la cabeza, tomó su mochila y salió.
¿Qué haría ahora? ¿Volvería a casa de su madre, a esperar allí, solo, frente al televisor? Por primera vez
deseó que le hubieran dado alguna tarea en el colegio, pero no, no tenía nada que hacer. Podía leer,
también, pero Marcelo era un lector de los que necesitan poner toda su concentración en la lectura, y con
la espera en la cabeza estaba seguro de que no lograría engancharse con ninguna historia.
Mientras pensaba en las posibilidades se fue acercando lentamente hasta la puerta del edificio, dejó
caer la mochila y se sentó, la espalda apoyada en la pared, los codos en las rodillas y el mentón en la pera.
Sintió un poco de ganas de llorar, pero se dijo que no era para tanto y recostando la cabeza hacia atrás
cerró los ojos y se puso a pensar en cual podía ser la sorpresa que le traía su padre.
Al rato, corno saliendo de una extraña neblina, lo vio llegar. Su padre traía en los brazos una perrita
cocker, muy chiquita, que ladraba agudamente. Marcelo se acercó a ella despacio, como con cansancio, y
la perra, dando vuelta la cabeza, apoyó el hocico en su hombro y lo mordió, una, dos, tres veces. A la
cuarta Marcelo abrió los ojos, sobresaltado. Su amigo Julio, que ya estaba de regreso, lo estaba sacudiendo
por el hombro.
—¡Eh, che, que manera de dormir! —le dijo—. ¿Tu viejo todavía no llegó?
Marcelo respondió que no con la cabeza, malhumorado. El regreso de su padre había sido un sueño, lo
mismo que los mordiscos de la perrita.
—¿Querés venir a casa? —le ofreció su amigo. Marcelo aceptó. Estaba seguro de que en compañía de
Julio la espera se le haría llevadera.
Ya en la casa de su amigo pidió permiso para llamar por teléfono, con la esperanza de que en algún
momento de distracción su padre hubiese llegado y lo estuviera esperando en el departamento, pero el
teléfono sonó inútilmente varias veces y cuando arrancó el contestador Marcelo colgó, sintiéndose de
pronto enojado. Julio le dijo que no se hiciera problema, que seguro su padre estaría por llegar y lo invitó a
jugar con la computadora, invitación que Marcelo aceptó de inmediato.
Como a las cinco y media volvió a pedir el teléfono. Esta vez dejaría un mensaje y luego se iría a lo de su
madre, eso era lo mejor que podía hacer, allí esperaría la llamada de Mario. Marcó los ocho números, el
teléfono sonó tres veces y una voz de mujer apareció del otro lado. Marcelo quedó mudo por la sorpresa.
La mujer repitió “hola, hola” un par de veces y colgó.
—¿Qué pasó? —preguntó Julio, observando la cara de asombro de su amigo.
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Marcelo tardó en reaccionar.
—Nada, voy a probar de nuevo. Equivocado, seguro que estaba equivocado.
Pero, para sorpresa de Marcelo, la misma mujer respondió la segunda llamada.
—¿Es el 4553—7665? —preguntó Maree.
—Sí —dijo la voz—, ¿quién habla?
—El hijo de Mario —respondió Marcelo, bastante secamente y cada vez más confundido—. ¿Se
encuentra él?
—Ah, vos debes ser Marcelo —dijo la mujer, que parecía conocerlo—. Tu papá se está bañando. Te
llamó hace un rato a lo de tu mamá, pero no estabas. ¿Adonde te puede llamar?
Marcelo dudó.
—No, estoy acá, en el edificio, voy para allá —dijo, y cortó.
—Hay una mujer —le dijo a Julio, todavía con la mano en el tubo—, qué raro.
—¿Tu viejo tiene novia? —le preguntó Julio, como si fuera lo más natural del mundo.
—Parece —dijo Marcelo, sintiéndose otra vez enojado.
Julio no dijo nada. En la cara de Marcelo se notaba una rara mezcla de sorpresa, enojo y decepción, así
que prefirió quedarse callado.
—Voy para allá —anunció Marcelo
—Bueno —asintió Julio—. Mejor.
Mientras caminaba por el pasillo del edificio Marcelo iba pensando montones de cosas. Así que esta
era la sorpresa, se decía, con un poco de rabia. ¿Para esto me hizo esperar toda la tarde? No podía evitar el
enojo y estaba seguro de que su padre lo notaría al primer vistazo. Vagamente comprendía que su enojo
no era justo, pero no podía ni quería evitarlo.
Cuando llegó frente a la puerta y tocó el timbre deseó que no fuera la mujer quien le abriera. Un
instante después, su padre, con una sonrisa un poco nerviosa le abrió la puerta del departamento y lo
estrechó en un abrazo que Marcelo apenas devolvió.
Luego vinieron, en ese orden, un pedido de disculpas por la tardanza —habían tenido un problema con
el auto, tal como Marcelo había supuesto—, un par de bromas por haber olvidado las llaves y lo más
importante, la presentación de Laura.
—Ella es mi novia, Marce. Vive en Rosario, pero quizás se mude para acá. Ya vas a ver que se van a
llevar re bien.
Poco a poco, y durante el resto de la tarde y la noche, Marcelo fue conociendo a la mujer de la que su
padre parecía estar enamorado. Era y no era parecida a su mamá. Tenía más o menos la misma edad, era
un poco más baja y más charlatana y se le notaba que conocer al hijo de su novio la había puesto un poco
nerviosa, aunque trataba de disimular. Poco a poco, también, a Marcelo se le fue pasando el enojo. Su
padre estaba contento, Laura era agradable y después de la presentación, con toda la tensión del caso, los
tres se habían ido relajando despacio, sintiéndose más cómodos a medida que pasaba el tiempo. Además,
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el espectáculo que ella había sugerido que vieran había estado muy bueno y la cena excelente.
***
—¿Y? —volvió a preguntar Mario, viendo que Laura se acercaba caminando desde el baño y su hijo
todavía no le contestaba.
Marcelo volvió de sus recuerdos y miró a su viejo, serio. Sintió que el brazo que Mario le había pasado
sobre el hombro temblaba un poco y comprendió cuan importante era para su padre la respuesta que él
pudiera darle. Luego, despacio, fue dejando que le aflorara una sonrisa.
—Está todo bien, viejo —dijo Marcelo y. a él también le tembló un poco el hombro bajo el brazo de su
padre, que ahora sonreía, feliz.
Índice
Liliana Cinetto
LA FLOR DE FUEGO
2
Liliana Cinetto
LA BALLENA
4
Liliana Cinetto
EL BAILE DEL OSO HORMIGUERO
7
Liliana Cinetto
EL ÁRBOL DE LA SAL
9
Liliana Cinetto
LA LUNA Y EL SOL
11
Anónimo
EL MURCIÉLAGO
12
Anónimo
LA NOVIA DEL PECECITO
13
Graciela Repún
LA LEYENDA DEL OTOÑO Y EL LORO
16
Graciela Repún
LA PIEDRA MOVEDIZA DE TANDIL
19
Isis Rivera
LOBISÓN
20
69
Isis Rivera
EL GAUCHITO GIL
25
Fernando de Vedia
EL ÁRBOL QUE NO QUERÍA MORIR
28
Fernando de Vedia
EL TATUAJE
31
Oche Califa
LA VIDA DESPUÉS DEL HORIZONTE
33
Verónica Sukaczer
EL GRAN ESPECTÁCULO
35
Verónica Sukaczer
UN CASO DE SUPERPOBLACIÓN
39
Ricardo Mariño
UN ARTISTA DEL TAXI
42
Ricardo Mariño
LA ISLA DE LOS NARIGONES
44
Silvia Schujer
ÉRAMOS POCOS
46
Silvia Schujer
FAMILIA EN CADENA
48
Silvia Schujer
GRAN HERMANO
50
Liliana Cinetto
EL BRAZALETE
52
Jacob y Wilhelm Grimm
LOS MÚSICOS DE BREMEN
54
Jacob y Wilhelm Grimm
LOS TRES PELOS DE ORO DEL DIABLO
57
Mario Méndez
EL BESO INVISIBLE
62
Mario Méndez
LA SORPRESA
65
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