ORLANDO VENGADOR CHISPA DE NOVIEMBRE Primera edición: marzo de 2015 No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a la dirección de la editorial Pulpture a través de la web http://pulpture.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra, o contactar con los autores o editores. © Rubén Fonseca, 2015 Orlando Vengador, I © Ilustración pag. 83: Sergio Correa Durango © Diseño de portada e ilustraciones interiores: J.R. Plana y Cris Miguel © J.R. Plana, Pulpture es un sello editorial propiedad de J.R. Plana, C/ Condesa de Venadito, 18, 28027 Madrid, http://pulpture.com Esta es una novela pulp, lo que conlleva una serie de consecuencias que dejamos a la deducción del lector. ISBN: 978-84-943470-5-4 Depósito Legal: M-9562-2015 Impreso en España - Printed in Spain por Alba Impresión S.L. ¡Encuéntranos en las redes sociales! Twitter: @pulpture Facebook: /pulpture Google+: pulpture Para Violeta, que el día menos pensado se sube a un barco para lanzarse a la vida pirata, y para mi abuela, que me dio un nombre y nunca me pidió nada a cambio. ORLANDO VENGADOR CHISPA DE NOVIEMBRE por Rubén Fonseca vengador enmascarado de Collieridge Road El parte i l coche de Lord Whitelaw se detuvo bajo un farol que iluminaba las sombrías calles de Collieridge Road, húmedas y resbaladizas a causa de la lluvia que se había abatido sobre la ciudad esa mañana. Junto al farol, un individuo abrigado con una gabardina vieja y raída observó al vehículo mientras le daba una larga calada a su pipa. La ventanilla del coche se abrió y el hombre de la gabardina, que podría pasar completamente desaper cibido entre las gentes de los suburbios, se acercó a la limusina de color negro brillante, cuyo tubo de escape vomitaba sucias volutas de humo que ascendían con pesadez hacia el cielo ceniciento de Collieridge Road. —¿Lord Whitelaw? —preguntó el hombre desali ñado. El noble asintió y le entregó un pequeño sobre ama rillento. —Ahí está todo el dinero. Quiero que los esbirros que quedan del marqués trabajen para mí. ¿Se sabe algo de sus asesinos? E 10 Orlando Vengador El hombre de la gabardina se encogió de hombros. Él había sido uno de los espías del Marqués de Devon y uno de los primeros en oír los rumores sobre la muerte del viejo aristócrata, pero no había conseguido averiguar nada que no pareciera sacado de una novela de folletín. —Creemos que fue obra de una sola persona, milord. Dicen que fue un espadachín enmascarado, vestido a la española. Lord Whitelaw soltó un bufido despectivo y cogió la carta que le tendió su nuevo espía. —Quiero al auténtico responsable. Investigad al lunático que está extorsionando a los nobles; no quiero que vaya a por mí. —Por supuesto, milord. La limusina de Lord Whitelaw arrancó, salpicando al individuo de la gabardina, y se alejó en dirección a uno de los bares de baja ralea de Collieridge Road, donde el aristócrata iba a reunirse con un matón a sueldo que quería contratar para cubrirse las espaldas. Siete no bles habían firmado bajo coacción unos documentos que les privaban de buena parte de su fortuna durante las tres últimas semanas, y las autoridades no habían logrado detener al delincuente que había orquestado todo aquello. El vehículo negro se detuvo frente a un pub destar talado que tenía a un pistolero guardando la puerta. El chófer de Lord Whitelaw se bajó de la limusina y se Rubén Fonseca 11 apresuró a abrirle la puerta a su señor. —Estate preparado —ordenó el lord antes de entrar al lugar. El antro estaba repleto de humo. Un espectáculo de coristas entretenía a los clientes, que bebían y brindaban con estrépito En un rincón, en una mesa repleta de polvo y con un cenicero lleno de colillas presidiéndola, había un personaje de lo más peculiar. Vestía como un caballero de los barrios acomodados de Collieridge Road, pero sus ropas ofrecían un aspecto lamentable. Su sombrero estaba ajado, su chaqueta llena de manchas de alcohol y desprendía un fuerte olor a tabaco de mala calidad. Pero lo peor no era eso, sino el pasamontañas cubierto de sangre que le ocultaba el rostro. Lord Whitelaw se sentó en la mesa de ese extraño caballero con un evidente gesto de desagrado. —¿Quiere algo para tomar, milord? —le preguntó un camarero que vestía de etiqueta. En concordancia con el resto del local, aquel hombre apestaba. Lord Whitelaw sacó un pañuelo perfumado de uno de los bolsillos interiores de su chaqueta para no tener que oler el sudor del camarero. —No quiero nada —lo despachó el noble, deseoso de cerrar sus negocios cuanto antes. —¿Lord Whitelaw? —preguntó el enmascarado. Poseía una voz ronca, como si estuviera enfermo de la garganta. 12 Orlando Vengador —Soy yo, y le agradecería que no mencionara mi nombre tan a la ligera. Nadie debe saber que he estado aquí. —No se preocupe —dijo el desconocido tras toser aparatosamente. Lord Whitelaw puso encima de la mesa el sobre que le había entregado su espía. —Quiero que elimine a estas personas. Son los he rederos del Marqués de Devon. No tiene que quedar nadie que pueda reclamar su hacienda. El sicario abrió el sobre y leyó con detenimiento los nombres que había escritos en una lista de papel arru gado y repleto de chorretones de tinta. —Tendrá mil libras por cada víctima —dijo Lord Whitelaw y, como si eso fuera suficiente para cerrar el trato, se levantó y abandonó el pub, contento de de jar de escuchar la estridente música que amenizaba la fiesta. El pistolero de la entrada se despidió de Lord Whitelaw con educación, pero el noble no le prestó atención y se subió a la limusina con rapidez. El chófer le esperaba con la puerta abierta, con un semblante nervioso que el aristócrata ignoró. Cuando el pobre hombre se subió al vehículo y se colocó frente al vo lante, Lord Whitelaw le indicó a dónde debía dirigirse. —Volvemos a la mansión, Lewis. —La limusina arrancó con rapidez y se alejó del local. En la primera encrucijada que se encontró, una voz Rubén Fonseca 13 misteriosa, confiada y magnética dio una nueva di rección. —Vete a las afueras, Lewis. Lord Whitelaw se sobresaltó. No se había percatado de que en frente de su asiento había un desconocido enmascarado que vestía un atuendo propio de un espa dachín español. Su vestimenta de color verde oscuro le había ayudado a camuflarse. El extraño joven sonreía al aristócrata con suficiencia —¿Quién diablos eres tú? ¡Lewis! ¡¿Cómo le has de jado subir a mi limusina?! Lord Whitelaw no apartaba la mirada de la espada que el extraño llevaba al cinto. —No debe perder la calma, Lord Whitelaw. Lewis no quería que yo subiera; le he tenido que amenazar con la ayuda de mi amigo, el pistolero del pub. Po demos llegar a ser muy persuasivos. El noble apoyó la espalda en el asiento, poniendo la máxima distancia con el espadachín y trató de conser var la calma. Tenía una pistola dentro de su chaqueta. Si actuaba con rapidez, podría acabar con aquel de mente. —Tú mataste al Marqués de Devon. El enmascarado se permitió echar un vistazo por la ventana de la limusina sin perder su radiante sonrisa, hecho que aprovechó Lord Whitelaw para llevar la mano disimuladamente hacia el interior de la chaqueta. —Sí, tiene razón. Me declaro culpable —confesó el 14 Orlando Vengador espadachín—. Tenía unas cuantas preguntas que ha cerle al Marqués de Devon y no me agradaron sus res puestas. —Trabaja para el delincuente que está extorsionando a los nobles —dijo Lord Whitelaw, con la intención de recabar toda la información posible antes de enviar a ese malnacido al infierno. —No, me temo que soy inocente de ese crimen —re puso el joven—. Permítame que me presente para evi tar más malentendidos. Mi nombre es Orlando y soy un viejo amigo del difundo Lord Conrad, el embajador del rey en el Imperio de Oriente. ¿Sabe de quién estoy hablando? —Por supuesto que sí. ¿Qué quiere de mí? Orlando se rascó la mejilla, distraído. —Verá. Tras el desagradable suceso que provocó la muerte del bueno de Lord Conrad estuve investigando. Una revuelta en el palacio del César, la mansión del embajador destrozada por los jenízaros… Aquello me olía bastante mal, sobre todo cuando la desdichada viu da de Lord Conrad tuvo una serie de problemas con ciertos personajes que no tardaron ni una semana en reclamarla cuando ella regresó a Collieridge Road, como si Lady Conrad fuera una de las propiedades de su difunto esposo. —No sé de qué me está hablando —repuso Lord Whitelaw con la frente sudorosa. —Yo creo que sí —murmuró Orlando, que había de Rubén Fonseca 15 jado de sonreír. Todavía miraba las calles desiertas de la ciudad—. Lewis, ¿tengo que recordarte lo que sucederá si intentas engañarme? El chófer resopló y giró para volver a poner rumbo a las afueras. La bruma se había levantado en Collieridge Road. —¿Qué quiere de mí? —preguntó Lord Whitelaw con desdén. Estaba a un solo movimiento de desha cerse de ese molesto individuo. —Quiero oír de sus labios que usted es el único buitre que queda revoloteando sobre las propiedades de Lord Conrad y Lady Violet. El Marqués de Devon me lo contó todo. Ambos tenían negocios y espías en el Cuerno de Oro. Oyeron que el embajador estaba consiguiendo solucionar los problemas del César de Oriente y que regresaría a Albión cargado de honores, por lo que acordaron con los jenízaros rebeldes quitarlo de en medio para repartirse su fortuna. Orlando había hablado con desprecio. Cada sílaba que había pronunciado estaba cargada de rencor. —Estás loco, muchacho. Después de decir eso, Lord Whitelaw se dispuso a sacar su pistola y liquidar a Orlando. Sin embargo, a pesar de que se había creído capaz de desenfundar con la rapidez necesaria para sorprender a su enemigo, acabó con un puñal brillante atravesándole la mano. La velocidad de Orlando había sido prodigiosa y el grito de dolor de Lord Whitelaw así lo proclamó. 16 Orlando Vengador El enmascarado agarró al noble del cuello de la cha queta y le asestó un violento cabezazo que le rompió la nariz. —Tú vas a morir ahora, desgraciado. Con la misma destreza de antes, Orlando sacó otro puñal de su cinturón y con él degolló a Lord Whitelaw. Lewis, que había observado la escena aterrorizado, frenó en seco. Orlando no quería dejar testigos y desen vainó su espada para atravesar con ella la ventanilla que separaba la cabina del conductor de los asientos trase ros de la limusina. Lewis cayó con pesadez sobre el volante con la gar ganta destrozada. Al instante se alzó el desgradable coro de pitidos de los otros coches en circulación, que se detuvieron alrededor de la limusina. —Mierda —masculló Orlando. Con calma, limpió los puñales con la chaqueta de Lord Whitelaw y los guardó en las fundas pequeñas de su cinturón. Envainó la espada, aún manchada de sangre, y abrió la ventanilla de la limusina, saliendo por el lado opuesto al que veían los vehículos que se habían detenido alrededor. Grácil como una pantera, Orlando se encaramó al techo. El sombrero de ala larga que llevaba estuvo a punto de caérsele; la pluma añil que lo coronaba estaba chorreando. El espadachín se colocó el sombrero con soltura sin perder mucho tiempo. —¡Alto! ¡Hemos llamado a la policía! —le chilló un Rubén Fonseca 17 hombre con ropas de obrero que le apuntaba con una pistola. —¿En serio esperas que me crea eso? —preguntó Orlando con socarronería, mientras pulsaba un botón escondido en la hebilla del cinturón. El hombre disparó sin mediar palabra y Orlando se cubrió enseguida con su capa para protegerse de la carga de electricidad. Con soltura, el espadachín en mascarado dio una vuelta sobre el techo de la limusina para observar el panorama y, después de dar otro giro de trescientos sesenta grados, lanzó uno de sus puñales, que fue a clavarse en el hombro del obrero. La calle olía a lluvia. Cuando Orlando saltó a la ca rretera empedrada, sus botas se hundieron en un charco y salpicaron. Había tres coches alrededor de la limusina y unos siete individuos, sin contar al obrero herido, que pretendían reducir a Orlando para cachearle y robarle cualquier objeto de valor que llevara encima. Iban a luchar con él a puñetazo limpio. Pero no habían contado con la espada del vengador enmascarado, que primero cortó el aire, con la sangre de Lord Whitelaw humedeciendo aún su hoja, y luego desgarró las ropas de aquellos que se abalanzaron sobre él, sin causarles heridas mortales para su fortuna. Mientras luchaba, a base de estocadas y elegantes movimientos de combate cuerpo a cuerpo, Orlando oyó el ruido de más motores que se acercaban. Usó a uno de sus adversarios como escudo, el mismo que le 18 Orlando Vengador había disparado en primer lugar. Le tiró de la camisa, posó la espada sobre su cuello y retrocedió hasta uno de los vehículos de los rufianes que lo atacaban. —¿Es que uno no puede ajustar cuentas sin que las ratas vengan a ver si pueden sacar provecho? —le pre guntó a su rehén antes de alejarlo de él con una patada en los lumbares. Y, tras arrancarle el puñal que aún tenía clavado en el hombro, se lo guardó en el cinto. Orlando se subió de un salto al capó del coche y lue go se encaramó al techo, siempre resguardado con su capa para protegerse de posibles disparos, una manio bra sensata cuando varias bolas de electricidad trataron de abatirle sin éxito. —Vamos, date prisa —susurró. Un enorme rugido retumbó por las calles nebulosas de Collieridge Road y los individuos que estaban dis parando a Orlando se apartaron ante la aparición de un flamante automóvil, que tenía un diseño similar al de un bólido de competición. Se detuvo justo en frente del coche que servía a Orlando de atalaya. La cabina del vehículo se abrió y el vengador saltó a su interior, acomodándose en el asiento del conductor a la perfección con una pirueta que realizó en el aire. Al instante la cabina se cerró y el espadachín pudo po nerse al volante de su monoplaza. —Desconectar piloto automático —ordenó, para justo después acelerar. Consciente de que aquellos granujas no habían Rubén Fonseca 19 llamado a la policía para poder desvalijar a gusto la limusina de Lord Whitelaw, Orlando condujo aprovechando toda la potencia del motor de su vehí culo, haciendo gala de una habilidad propia de un pi loto de competición. El enmascarado frenaba lo justo para tomar las curvas sin salirse de la carretera. Cuando un coche se cruzaba en su camino, lo esquivaba virando el volante con maestría. —Orson, Lord Whitelaw está muerto —dijo Or lando pulsando un botón del volante—. ¿Tenemos visita en la mansión? —A no ser que haya invitado a alguien sin que yo tenga noticia de ello, no esperamos a nadie —respondió una voz flemática—. ¿Debo suponer que usted es la responsable de la muerte de Lord Whitelaw, milady? Orlando redujo velocidad cuando salió de Collieridge Road y se adentró en el bosque de los alrededores. —Nah. Estaba pidiendo a gritos que lo mataran; él es el único responsable. De todas maneras, ve prepa rando una corona de flores en mi nombre. iane se entretenía tejiendo en un pabellón de caza que ya no se usaba desde los tiempos del abuelo de Lord James Conrad. La doncella se sobresaltó con la llegada de Orlando, que aparcó en el pabellón después de que las puertas se abrieran a su D 20 Orlando Vengador paso, realizando un aparatoso derrape. El pabellón contaba con un garaje, camas, estan terías con libros y una abundante colección de armas y artilugios varios, que hacían las delicias de Orlando, amante de los trucos de magia. La cabina del bólido se abrió y el espadachín enmas carado bajó, lanzando un grito de entusiasmo. Diane hizo una mueca y dejó la labor en su mesa de costura. —Es una irresponsable, milady. Orlando se quitó el sombrero. Su corto cabello, del color de la miel, estaba revuelto y encrespado. Tenía las mejillas enrojecidas. —Voy a ser una viuda amargada durante muchos años más, Diane —anunció Orlando de bastante buen humor. —Acaba de matar a un hombre, milady. No debería estar contenta. El espadachín le dedicó una reverencia a Diane cuando esta se acercó para quitarle la capa y, con gracia y descaro, sacó un ramo de flores del sombrero y se lo entregó a la doncella. —Dejad de llamarme milady, hermosa dama, pues no hay caballero más fascinado por vuestra belleza que Orlando. Diane recogió las flores; sus mejillas también estaban rojas, pero no de entusiasmo. La joven temblaba. Sus labios estaban tensos. —Es incorregible. Rubén Fonseca 21 Orlando se rio y lanzó el sombrero a un perchero. A continuación, permitió que Diane le quitara la capa, soltando el broche con forma de cabeza de lobo que la sujetaba, y fue a sentarse en una de las cómodas sillas que había alrededor de la mesa donde había estado co siendo la doncella. —Aún hay electricidad en la capa —comentó Diane, que cogía la prenda con cuidado a causa de los calam brazos que le ponían la piel de gallina. —Ya sabes, los pistoleros de los suburbios son per sistentes. ¿Dónde está tu abuelo? Diane colgó la capa repleta de sangre en el perchero, a la espera de que perdiera la carga de electricidad para echarla a lavar. —Está dirigiendo las cocinas. ¿Al final va a celebrar la fiesta? Orlando colocó las botas empapadas sobre la mesa de Diane. Estaba exhausto y lanzó un suspiro cuando la joven le masajeó los hombros. —No veo por qué debería suspenderla. No voy a guardar luto por aquellos que tramaron el asesinato de Lord Conrad. Si continúo recluida en la mansión, pen sarán que me he convertido en una chiflada. Diane carraspeó, pero cogió una peluca de la mesa y, tras quitarle el antifaz, se la colocó con mimo a Or lando. Eran unas extensiones de óptima calidad. Nadie sospecharía nunca que se trataba de cabello artificial. Así, mientras Diane peinaba al espadachín, que aún no 22 Orlando Vengador se había deshecho de sus armas, este dejó de ser Or lando para transformarse en Lady Violet Conrad. —Nadie pensaría mal de usted jamás —le aseguró Diane—. Todos comprenderían su dolor. Lord Conrad era muy querido. —Menos por su esposa —añadió Violet—. Y por unos cuantos familiares. Nada que deba tenerse en cuenta. Diane no dijo nada. Quiso ocultar el rostro tras su larga melena castaña, que estaba casi tan encrespada como el cabello de Violet al no haberse peinado aquella noche. —Debéis cambiaros la ropa, milady —sugirió Diane, acariciando los hombros de su señora—. Le he es cogido uno de los vestidos más bonitos de vuestro armario. Violet cerró los ojos. Le dolían los músculos y lo único que deseaba era dormir en aquel pabellón de caza, donde nadie aparte de Orson y Diane, su dulce Diane, irían a buscarla. Lady Conrad alzó la mano y retuvo en su mejilla los dedos de la doncella. ras prepararse, Violet llevó a Diane hasta el car ruaje tirado por caballos mecánicos que le había servido para ir hasta el pabellón desde la mansión Conrad. —¿Has estado aquí encerrada todo el tiempo? — preguntó Violet, abriéndole a Diane la puerta del ca T Rubén Fonseca 23 rruaje. Esta se sentó teniendo cuidado de no arrugarse el vestido. —Mi abuelo estaba ocupado en la mansión, y ya sabe que odio salir a espacios abiertos sin compañía. Violet se subió al vehículo y luego sacó la cabeza por la ventanilla, para gritarles a los caballos el rumbo a seguir. —¡A la mansión! ¡Arre! Los autómatas se encendieron. Sus ojos se pren dieron de luz y, tras relinchar, iniciaron la marcha. Las puertas del pabellón se abrieron cuando Violet pulsó un botón de un mando a distancia que le tendió Diane. Mientras el carruaje se desplazaba por los terrenos de los Conrad, que poseían un aspecto salvaje de acuerdo a los gustos del difunto señor, al que le fascinaban los bosques y pantanos, Diane quiso volver a entablar con versación con su señora. —¿Va a volver a disfrazaros de Orlando, milady? Violet se puso a observar el paisaje artificial que se extendía ante sus ojos. Ella, que había visto la natu raleza en estado puro, se sentía incómoda entre tanta vegetación sintética, que trataba de imitar a la que hubo en aquella región siglos atrás. —No sé, depende. Si vuelven a entrometerse en mis asuntos, tendré que hacerlo. No puedo confiar en la policía. Diane respiraba nerviosa. Había echado las cortinas de su ventanilla para no tener que contemplar los te 24 Orlando Vengador rrenos de los Conrad. —El caballero Wallace es un buen hombre. Y os aprecia muchísimo. Violet sonrió con picardía al oír nombrar a Jason Wallace, uno de los cuatro inspectores del cuerpo de policía de Collieridge Road. —Es un inútil, y el hecho de que siga viniendo a mi casa cada semana es la mejor prueba de ello. Para tranquilizar a la doncella, Violet le cogió la mano y se la apretó con ternura. —Un día te llevaré conmigo a Italia y pasearemos juntas por sus valles y praderas. —No estoy hecha para viajar, milady. Usted es una dama con gran valor y yo… —Tú eres una mujer con un gran corazón —la in terrumpió Violet—. Tal vez tengas razón. No deberías irte de aquí. El carruaje tardó media hora en llegar a la mansión a pesar de que los caballos estaban funcionando a pleno rendimiento. En la entrada del hogar de Lady Conrad, portando un paraguas para cubrir con él a su señora, había un anciano que vestía con un gusto exquisito. Su traje estaba impoluto, sus zapatos relucientes y el largo cabello plateado estaba perfectamente limpio y peinado. Cuando el carruaje se detuvo, Orson abrió la por tezuela y cubrió a su señora mientras esta bajaba del vehículo. Rubén Fonseca 25 —Buenas noches, milady. He hecho todo cuanto me pedisteis. Espero que no estéis herida. —Me encuentro perfectamente. Gracias, Orson. ¿Tienes la corona de flores lista para mandar a la fa milia Whitelaw? Orson esperó a que Diane bajara del carruaje. Violet le quitó el paraguas a su mayordomo con brusquedad, hecho que aprovechó el anciano para ofrecerle el brazo a su nieta para que ambos pudieran pasear juntos. —Pensé que sería mejor enviarla después de que apareciera la necrológica en el diario. Quizás debería mos esperar unos cuantos días para que pueda fingir que está destrozada por su muerte. Violet caminó con elegancia y presencia hasta su ho gar, donde los lacayos y el resto del servicio le espera ban con las puertas abiertas, haciéndole reverencias a su paso. —No podemos hacer eso, Orson. Tenemos que man tener unas normas de protocolo y yo nunca he sido una buena actriz. Los tres entraron al recibidor de la mansión, de corado con ricas alfombras de Oriente y retratos de miembros de la familia Conrad. —Permitidme discrepar, milady. Cualquiera diría que sois una bestia ávida de sangre cuando os disfrazáis de Orlando. La señora Giggs, el ama de llaves, le pidió a Violet el paraguas y le indicó que la cena estaba lista. Cuando la 26 Orlando Vengador anciana se marchó, la señora de la casa sonreía. —Oh, Orson, sobreestimas mi talento, querido. El mayordomo torció el gesto y Diane agachó la cabeza, como si la estuvieran reprendiendo, cuando Lady Conrad la miró. —¿Creéis que podéis fiaros del hombre al que sobor nasteis? —preguntó Orson Violet recordó al pistolero que vigilaba el pub donde Lord Whitelaw había acudido, el hombre al que Or lando había conseguido embaucar con una pequeña bolsa de monedas de oro. —No podrá decir nada de mí. Además, no querrá que lo involucren con el asesinato de Lord Whitelaw. Las grandes familias del crimen están nerviosas; pueden hacer cualquier tontería. Diane se soltó del brazo de su abuelo y pidió per miso para retirarse. Con desgana, Violet le concedió la dispensa y se quedó a solas con Orson, que la acom pañó hasta el comedor y se dedicó a velarla mientras cenaba, sin hacer más preguntas a su señora. No obs tante, cuando Violet comía con apetito su segundo plato, el mayordomo no pudo evitar seguir expresando su opinión. —Si me permitís el atrevimiento, lo que estáis ha ciendo es una locura. Solo tenéis una espada, cuchillos y vuestros trucos de mago barato para enfrentaros a esos criminales. Milady, si continuáis siendo Orlando, mucho me temo que prepararemos vuestro funeral más Rubén Fonseca 27 pronto que tarde. Violet dejó los cubiertos sobre la mesa. La comida había adquirido un sabor amargo. —No me apetece enfrentarme a quien no debo. Solo quería librarme de unos cuantos personajes molestos. No volveré a ser Orlando. Te lo prometo. —No es cuestión de que me prometáis nada, milady —replicó Orson sin perder la compostura—. Solo quiero haceros ver cuánto peligra vuestra integridad si continuáis con este juego. Ignoro qué hicisteis en Italia y España, o en el Cuerno de Oro. Tal vez allí ese Or lando que creasteis os protegiera, pero aquí solo será vuestra perdición. Violet apartó los platos, dando a entender a Orson que podían ser retirados. —Muchas gracias por preocuparte por mí. Tal vez deberías cuidar igual de bien a Diane y no permitir que pase la noche fuera, esperando mi regreso. DESCUENTO Si esto te ha sabido a poco, te descontamos un 40 % para que te hagas en exclusiva con el ebook de Orlando Vengador en Lektu. Usa este código en el enlace https://lektu.com/promo ¡y ponte a leer ya mismo! Disponible en epub y mobi código promocional KHGXQXYXUMWZN65R También puedes reservar tu ejemplar en papel para recibirlo en casa lo antes posible. Lo encontrarás en la tienda online de Pulpture. Click AQUÍ.
© Copyright 2024