ORLANDO - Pulpture

ORLANDO
VENGADOR
CHISPA DE NOVIEMBRE
Primera edición: marzo de 2015
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© Rubén Fonseca, 2015
Orlando Vengador, I
© Ilustración pag. 83: Sergio Correa Durango
© Diseño de portada e ilustraciones interiores: J.R. Plana y Cris Miguel
© J.R. Plana, Pulpture es un sello editorial propiedad de J.R. Plana, C/ Condesa de
Venadito, 18, 28027 Madrid, http://pulpture.com
Esta es una novela pulp, lo que conlleva una serie de consecuencias que dejamos a la
deducción del lector.
ISBN: 978-84-943470-5-4
Depósito Legal: M-9562-2015
Impreso en España - Printed in Spain
por Alba Impresión S.L.
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Para Violeta, que el día menos pensado se sube a un
barco para lanzarse a la vida pirata, y para mi abuela, que me dio un nombre y nunca me pidió nada a
cambio.
ORLANDO
VENGADOR
CHISPA DE NOVIEMBRE
por Rubén Fonseca
vengador
enmascarado de
Collieridge Road
El
parte i
l coche de Lord Whitelaw se detuvo bajo un farol
que iluminaba las sombrías calles de Collieridge
Road, húmedas y resbaladizas a causa de la lluvia
que se había abatido sobre la ciudad esa mañana. Junto
al farol, un individuo abrigado con una gabardina vieja
y raída observó al vehículo mientras le daba una larga
calada a su pipa.
La ventanilla del coche se abrió y el hombre de la
gabardina, que podría pasar completamente desaper­
cibido entre las gentes de los suburbios, se acercó a la
limusina de color negro brillante, cuyo tubo de escape
vomitaba sucias volutas de humo que ascendían con
pesadez hacia el cielo ceniciento de Collieridge Road.
—¿Lord Whitelaw? —preguntó el hombre desali­
ñado.
El noble asintió y le entregó un pequeño sobre ama­
rillento.
—Ahí está todo el dinero. Quiero que los esbirros
que quedan del marqués trabajen para mí. ¿Se sabe
algo de sus asesinos?
E
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Orlando Vengador
El hombre de la gabardina se encogió de hombros.
Él había sido uno de los espías del Marqués de Devon
y uno de los primeros en oír los rumores sobre la
muerte del viejo aristócrata, pero no había conseguido
averiguar nada que no pareciera sacado de una novela
de folletín.
—Creemos que fue obra de una sola persona, milord.
Dicen que fue un espadachín enmascarado, vestido a
la española.
Lord Whitelaw soltó un bufido despectivo y cogió la
carta que le tendió su nuevo espía.
—Quiero al auténtico responsable. Investigad al
lunático que está extorsionando a los nobles; no quiero
que vaya a por mí.
—Por supuesto, milord.
La limusina de Lord Whitelaw arrancó, salpicando al
individuo de la gabardina, y se alejó en dirección a uno
de los bares de baja ralea de Collieridge Road, donde
el aristócrata iba a reunirse con un matón a sueldo que
quería contratar para cubrirse las espaldas. Siete no­
bles habían firmado bajo coacción unos documentos
que les privaban de buena parte de su fortuna durante
las tres últimas semanas, y las autoridades no habían
logrado detener al delincuente que había orquestado
todo aquello.
El vehículo negro se detuvo frente a un pub destar­
talado que tenía a un pistolero guardando la puerta. El
chófer de Lord Whitelaw se bajó de la limusina y se
Rubén Fonseca
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apresuró a abrirle la puerta a su señor.
—Estate preparado —ordenó el lord antes de entrar
al lugar.
El antro estaba repleto de humo. Un espectáculo de
coristas entretenía a los clientes, que bebían y brindaban
con estrépito
En un rincón, en una mesa repleta de polvo y con
un cenicero lleno de colillas presidiéndola, había un
personaje de lo más peculiar. Vestía como un caballero
de los barrios acomodados de Collieridge Road, pero
sus ropas ofrecían un aspecto lamentable. Su sombrero
estaba ajado, su chaqueta llena de manchas de alcohol
y desprendía un fuerte olor a tabaco de mala calidad.
Pero lo peor no era eso, sino el pasamontañas cubierto
de sangre que le ocultaba el rostro.
Lord Whitelaw se sentó en la mesa de ese extraño
caballero con un evidente gesto de desagrado.
—¿Quiere algo para tomar, milord? —le preguntó
un camarero que vestía de etiqueta. En concordancia
con el resto del local, aquel hombre apestaba. Lord
Whitelaw sacó un pañuelo perfumado de uno de los
bolsillos interiores de su chaqueta para no tener que
oler el sudor del camarero.
—No quiero nada —lo despachó el noble, deseoso
de cerrar sus negocios cuanto antes.
—¿Lord Whitelaw? —preguntó el enmascarado.
Poseía una voz ronca, como si estuviera enfermo de la
garganta.
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Orlando Vengador
—Soy yo, y le agradecería que no mencionara mi
nombre tan a la ligera. Nadie debe saber que he estado
aquí.
—No se preocupe —dijo el desconocido tras toser
aparatosamente.
Lord Whitelaw puso encima de la mesa el sobre que
le había entregado su espía.
—Quiero que elimine a estas personas. Son los he­
rederos del Marqués de Devon. No tiene que quedar
nadie que pueda reclamar su hacienda.
El sicario abrió el sobre y leyó con detenimiento los
nombres que había escritos en una lista de papel arru­
gado y repleto de chorretones de tinta.
—Tendrá mil libras por cada víctima —dijo Lord
Whitelaw y, como si eso fuera suficiente para cerrar
el trato, se levantó y abandonó el pub, contento de de­
jar de escuchar la estridente música que amenizaba la
fies­ta.
El pistolero de la entrada se despidió de Lord
Whitelaw con educación, pero el noble no le prestó
atención y se subió a la limusina con rapidez. El chófer
le esperaba con la puerta abierta, con un semblante
nervioso que el aristócrata ignoró. Cuando el pobre
hombre se subió al vehículo y se colocó frente al vo­
lante, Lord Whitelaw le indicó a dónde debía dirigirse.
—Volvemos a la mansión, Lewis. —La limusina
a­rran­­có con rapidez y se alejó del local.
En la primera encrucijada que se encontró, una voz
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misteriosa, confiada y magnética dio una nueva di­
rección.
—Vete a las afueras, Lewis.
Lord Whitelaw se sobresaltó. No se había percatado
de que en frente de su asiento había un desconocido
enmascarado que vestía un atuendo propio de un espa­
dachín español. Su vestimenta de color verde oscuro le
había ayudado a camuflarse. El extraño joven sonreía al
aristócrata con suficiencia
—¿Quién diablos eres tú? ¡Lewis! ¡¿Cómo le has de­
jado subir a mi limusina?!
Lord Whitelaw no apartaba la mirada de la espada
que el extraño llevaba al cinto.
—No debe perder la calma, Lord Whitelaw. Lewis
no quería que yo subiera; le he tenido que amenazar
con la ayuda de mi amigo, el pistolero del pub. Po­
demos llegar a ser muy persuasivos.
El noble apoyó la espalda en el asiento, poniendo la
máxima distancia con el espadachín y trató de conser­
var la calma. Tenía una pistola dentro de su chaqueta.
Si actuaba con rapidez, podría acabar con aquel de­
mente.
—Tú mataste al Marqués de Devon.
El enmascarado se permitió echar un vistazo por la
ventana de la limusina sin perder su radiante sonrisa,
hecho que aprovechó Lord Whitelaw para llevar la
mano disimuladamente hacia el interior de la chaqueta.
—Sí, tiene razón. Me declaro culpable —confesó el
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Orlando Vengador
espadachín—. Tenía unas cuantas preguntas que ha­
cerle al Marqués de Devon y no me agradaron sus res­
puestas.
—Trabaja para el delincuente que está extorsionando
a los nobles —dijo Lord Whitelaw, con la intención de
recabar toda la información posible antes de enviar a
ese malnacido al infierno.
—No, me temo que soy inocente de ese crimen —re­
puso el joven—. Permítame que me presente para evi­
tar más malentendidos. Mi nombre es Orlando y soy
un viejo amigo del difundo Lord Conrad, el embajador
del rey en el Imperio de Oriente. ¿Sabe de quién estoy
hablando?
—Por supuesto que sí. ¿Qué quiere de mí?
Orlando se rascó la mejilla, distraído.
—Verá. Tras el desagradable suceso que provocó la
muerte del bueno de Lord Conrad estuve investigando.
Una revuelta en el palacio del César, la mansión del
embajador destrozada por los jenízaros… Aquello me
olía bastante mal, sobre todo cuando la desdichada viu­
­da de Lord Conrad tuvo una serie de problemas con
ciertos personajes que no tardaron ni una semana en
reclamarla cuando ella regresó a Collieridge Road,
como si Lady Conrad fuera una de las propiedades de
su difunto esposo.
—No sé de qué me está hablando —repuso Lord
Whitelaw con la frente sudorosa.
—Yo creo que sí —murmuró Orlando, que había de­
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jado de sonreír. Todavía miraba las calles desiertas de la
ciudad—. Lewis, ¿tengo que recordarte lo que sucederá
si intentas engañarme?
El chófer resopló y giró para volver a poner rumbo a
las afueras. La bruma se había levantado en Collieridge
Road.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Lord Whitelaw
con desdén. Estaba a un solo movimiento de desha­
cerse de ese molesto individuo.
—Quiero oír de sus labios que usted es el único
buitre que queda revoloteando sobre las propiedades
de Lord Conrad y Lady Violet. El Marqués de Devon
me lo contó todo. Ambos tenían negocios y espías en
el Cuerno de Oro. Oyeron que el embajador estaba
consiguiendo solucionar los problemas del César de
Orien­te y que regresaría a Albión cargado de honores,
por lo que acordaron con los jenízaros rebeldes quitarlo
de en medio para repartirse su fortuna.
Orlando había hablado con desprecio. Cada sílaba
que había pronunciado estaba cargada de rencor.
—Estás loco, muchacho.
Después de decir eso, Lord Whitelaw se dispuso
a sacar su pistola y liquidar a Orlando. Sin embargo,
a pesar de que se había creído capaz de desenfundar
con la rapidez necesaria para sorprender a su enemigo,
acabó con un puñal brillante atravesándole la mano. La
velocidad de Orlando había sido prodigiosa y el grito
de dolor de Lord Whitelaw así lo proclamó.
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Orlando Vengador
El enmascarado agarró al noble del cuello de la cha­
queta y le asestó un violento cabezazo que le rompió
la nariz.
—Tú vas a morir ahora, desgraciado.
Con la misma destreza de antes, Orlando sacó otro
puñal de su cinturón y con él degolló a Lord Whitelaw.
Lewis, que había observado la escena aterrorizado,
frenó en seco. Orlando no quería dejar testigos y desen­
vainó su espada para atravesar con ella la venta­nilla que
separaba la cabina del conductor de los asientos trase­
ros de la limusina.
Lewis cayó con pesadez sobre el volante con la gar­
ganta destrozada. Al instante se alzó el desgradable
coro de pitidos de los otros coches en circulación, que
se detuvieron alrededor de la limusina.
—Mierda —masculló Orlando.
Con calma, limpió los puñales con la chaqueta de
Lord Whitelaw y los guardó en las fundas pequeñas
de su cinturón. Envainó la espada, aún manchada de
sangre, y abrió la ventanilla de la limusina, saliendo por
el lado opuesto al que veían los vehículos que se habían
detenido alrededor.
Grácil como una pantera, Orlando se encaramó al
techo. El sombrero de ala larga que llevaba estuvo a
punto de caérsele; la pluma añil que lo coronaba estaba
chorreando. El espadachín se colocó el sombrero con
soltura sin perder mucho tiempo.
—¡Alto! ¡Hemos llamado a la policía! —le chilló un
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hombre con ropas de obrero que le apuntaba con una
pistola.
—¿En serio esperas que me crea eso? —preguntó
Orlando con socarronería, mientras pulsaba un botón
escondido en la hebilla del cinturón.
El hombre disparó sin mediar palabra y Orlando
se cubrió enseguida con su capa para protegerse de la
carga de electricidad. Con soltura, el espadachín en­
mascarado dio una vuelta sobre el techo de la limusina
para observar el panorama y, después de dar otro giro
de trescientos sesenta grados, lanzó uno de sus puñales,
que fue a clavarse en el hombro del obrero.
La calle olía a lluvia. Cuando Orlando saltó a la ca­
rretera empedrada, sus botas se hundieron en un charco
y salpicaron. Había tres coches alrededor de la limusina
y unos siete individuos, sin contar al obrero herido, que
pretendían reducir a Orlando para cachearle y robarle
cualquier objeto de valor que llevara encima. Iban a
luchar con él a puñetazo limpio.
Pero no habían contado con la espada del vengador
enmascarado, que primero cortó el aire, con la sangre
de Lord Whitelaw humedeciendo aún su hoja, y luego
desgarró las ropas de aquellos que se abalanzaron sobre
él, sin causarles heridas mortales para su fortuna.
Mientras luchaba, a base de estocadas y elegantes
movimientos de combate cuerpo a cuerpo, Orlando
oyó el ruido de más motores que se acercaban. Usó a
uno de sus adversarios como escudo, el mismo que le
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Orlando Vengador
había disparado en primer lugar. Le tiró de la camisa,
posó la espada sobre su cuello y retrocedió hasta uno de
los vehículos de los rufianes que lo atacaban.
—¿Es que uno no puede ajustar cuentas sin que las
ratas vengan a ver si pueden sacar provecho? —le pre­
guntó a su rehén antes de alejarlo de él con una patada
en los lumbares. Y, tras arrancarle el puñal que aún
tenía clavado en el hombro, se lo guardó en el cinto.
Orlando se subió de un salto al capó del coche y lue­
­go se encaramó al techo, siempre resguardado con su
capa para protegerse de posibles disparos, una manio­
bra sensata cuando varias bolas de electricidad trataron
de abatirle sin éxito.
—Vamos, date prisa —susurró.
Un enorme rugido retumbó por las calles nebulosas
de Collieridge Road y los individuos que estaban dis­
parando a Orlando se apartaron ante la aparición de un
flamante automóvil, que tenía un diseño similar al de
un bólido de competición. Se detuvo justo en frente del
coche que servía a Orlando de atalaya.
La cabina del vehículo se abrió y el vengador saltó a
su interior, acomodándose en el asiento del conductor
a la perfección con una pirueta que realizó en el aire.
Al instante la cabina se cerró y el espadachín pudo po­
nerse al volante de su monoplaza.
—Desconectar piloto automático —ordenó, para
justo después acelerar.
Consciente de que aquellos granujas no habían
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llamado a la policía para poder desvalijar a gusto
la limusina de Lord Whitelaw, Orlando condujo
aprovechando toda la potencia del motor de su vehí­
culo, haciendo gala de una habilidad propia de un pi­
loto de competición. El enmascarado frenaba lo justo
para tomar las curvas sin salirse de la carretera. Cuando
un coche se cruzaba en su camino, lo esquivaba virando
el volante con maestría.
—Orson, Lord Whitelaw está muerto —dijo Or­
lando pulsando un botón del volante—. ¿Tenemos
visit­­­a en la mansión?
—A no ser que haya invitado a alguien sin que yo
tenga noticia de ello, no esperamos a nadie —respondió
una voz flemática—. ¿Debo suponer que usted es la
responsable de la muerte de Lord Whitelaw, milady?
Orlando redujo velocidad cuando salió de Collieridge
Road y se adentró en el bosque de los alrededores.
—Nah. Estaba pidiendo a gritos que lo mataran; él
es el único responsable. De todas maneras, ve prepa­
rando una corona de flores en mi nombre.
iane se entretenía tejiendo en un pabellón de
caza que ya no se usaba desde los tiempos del
abuelo de Lord James Conrad. La doncella se
sobresaltó con la llegada de Orlando, que aparcó en
el pabellón después de que las puertas se abrieran a su
D
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Orlando Vengador
paso, realizando un aparatoso derrape.
El pabellón contaba con un garaje, camas, estan­
terías con libros y una abundante colección de armas
y arti­lugios varios, que hacían las delicias de Orlando,
amante de los trucos de magia.
La cabina del bólido se abrió y el espadachín enmas­
carado bajó, lanzando un grito de entusiasmo. Diane
hizo una mueca y dejó la labor en su mesa de costura.
—Es una irresponsable, milady.
Orlando se quitó el sombrero. Su corto cabello, del
color de la miel, estaba revuelto y encrespado. Tenía las
mejillas enrojecidas.
—Voy a ser una viuda amargada durante muchos
años más, Diane —anunció Orlando de bastante buen
humor.
—Acaba de matar a un hombre, milady. No debería
estar contenta.
El espadachín le dedicó una reverencia a Diane
cuando esta se acercó para quitarle la capa y, con gracia
y descaro, sacó un ramo de flores del sombrero y se lo
entregó a la doncella.
—Dejad de llamarme milady, hermosa dama, pues
no hay caballero más fascinado por vuestra belleza que
Orlando.
Diane recogió las flores; sus mejillas también estaban
rojas, pero no de entusiasmo. La joven temblaba. Sus
labios estaban tensos.
—Es incorregible.
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Orlando se rio y lanzó el sombrero a un perchero. A
continuación, permitió que Diane le quitara la capa,
soltando el broche con forma de cabeza de lobo que la
sujetaba, y fue a sentarse en una de las cómodas sillas
que había alrededor de la mesa donde había estado co­
siendo la doncella.
—Aún hay electricidad en la capa —comentó Diane,
que cogía la prenda con cuidado a causa de los calam­
brazos que le ponían la piel de gallina.
—Ya sabes, los pistoleros de los suburbios son per­
sistentes. ¿Dónde está tu abuelo?
Diane colgó la capa repleta de sangre en el perchero,
a la espera de que perdiera la carga de electricidad para
echarla a lavar.
—Está dirigiendo las cocinas. ¿Al final va a celebrar
la fiesta?
Orlando colocó las botas empapadas sobre la mesa
de Diane. Estaba exhausto y lanzó un suspiro cuando
la joven le masajeó los hombros.
—No veo por qué debería suspenderla. No voy a
guardar luto por aquellos que tramaron el asesinato de
Lord Conrad. Si continúo recluida en la mansión, pen­
sarán que me he convertido en una chiflada.
Diane carraspeó, pero cogió una peluca de la mesa
y, tras quitarle el antifaz, se la colocó con mimo a Or­
lando. Eran unas extensiones de óptima calidad. Nadie
sospecharía nunca que se trataba de cabello artificial.
Así, mientras Diane peinaba al espadachín, que aún no
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Orlando Vengador
se había deshecho de sus armas, este dejó de ser Or­
lando para transformarse en Lady Violet Conrad.
—Nadie pensaría mal de usted jamás —le aseguró
Dia­ne—. Todos comprenderían su dolor. Lord Conrad
era muy querido.
—Menos por su esposa —añadió Violet—. Y por
unos cuantos familiares. Nada que deba tenerse en
cuenta.
Diane no dijo nada. Quiso ocultar el rostro tras su
larga melena castaña, que estaba casi tan encrespada
como el cabello de Violet al no haberse peinado aquella
noche.
—Debéis cambiaros la ropa, milady —sugirió Dia­ne,
acariciando los hombros de su señora—. Le he es­
cogido uno de los vestidos más bonitos de vuestro
a­rmar­i­o.
Violet cerró los ojos. Le dolían los músculos y lo
único que deseaba era dormir en aquel pabellón de
caza, donde nadie aparte de Orson y Diane, su dulce
Diane, irían a buscarla. Lady Conrad alzó la mano y
retuvo en su mejilla los dedos de la doncella.
ras prepararse, Violet llevó a Diane hasta el car­
ruaje tirado por caballos mecánicos que le había
servido para ir hasta el pabellón desde la mansión
Conrad.
—¿Has estado aquí encerrada todo el tiempo? —
preguntó Violet, abriéndole a Diane la puerta del ca­
T
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rruaje. Esta se sentó teniendo cuidado de no arrugarse
el vestido.
—Mi abuelo estaba ocupado en la mansión, y ya sabe
que odio salir a espacios abiertos sin compañía.
Violet se subió al vehículo y luego sacó la cabeza por
la ventanilla, para gritarles a los caballos el rumbo a
seguir.
—¡A la mansión! ¡Arre!
Los autómatas se encendieron. Sus ojos se pren­
dieron de luz y, tras relinchar, iniciaron la marcha. Las
puertas del pabellón se abrieron cuando Violet pulsó
un botón de un mando a distancia que le tendió Diane.
Mientras el carruaje se desplazaba por los terrenos de
los Conrad, que poseían un aspecto salvaje de acuerdo
a los gustos del difunto señor, al que le fascinaban los
bosques y pantanos, Diane quiso volver a entablar con­
versación con su señora.
—¿Va a volver a disfrazaros de Orlando, milady?
Violet se puso a observar el paisaje artificial que se
extendía ante sus ojos. Ella, que había visto la natu­
raleza en estado puro, se sentía incómoda entre tanta
vegetación sintética, que trataba de imitar a la que
hubo en aquella región siglos atrás.
—No sé, depende. Si vuelven a entrometerse en mis
asuntos, tendré que hacerlo. No puedo confiar en la
policía.
Diane respiraba nerviosa. Había echado las cortinas
de su ventanilla para no tener que contemplar los te­
24
Orlando Vengador
rrenos de los Conrad.
—El caballero Wallace es un buen hombre. Y os
aprecia muchísimo.
Violet sonrió con picardía al oír nombrar a Jason
Wallace, uno de los cuatro inspectores del cuerpo de
policía de Collieridge Road.
—Es un inútil, y el hecho de que siga viniendo a mi
casa cada semana es la mejor prueba de ello.
Para tranquilizar a la doncella, Violet le cogió la
mano y se la apretó con ternura.
—Un día te llevaré conmigo a Italia y pasearemos
juntas por sus valles y praderas.
—No estoy hecha para viajar, milady. Usted es una
dama con gran valor y yo…
—Tú eres una mujer con un gran corazón —la in­
terrumpió Violet—. Tal vez tengas razón. No deberías
irte de aquí.
El carruaje tardó media hora en llegar a la mansión a
pesar de que los caballos estaban funcionando a pleno
rendimiento. En la entrada del hogar de Lady Conrad,
portando un paraguas para cubrir con él a su señora,
había un anciano que vestía con un gusto exquisito.
Su traje estaba impoluto, sus zapatos relucientes y el
largo cabello plateado estaba perfectamente limpio y
peinado.
Cuando el carruaje se detuvo, Orson abrió la por­
tezuela y cubrió a su señora mientras esta bajaba del
vehículo.
Rubén Fonseca
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—Buenas noches, milady. He hecho todo cuanto me
pedisteis. Espero que no estéis herida.
—Me encuentro perfectamente. Gracias, Orson.
¿Tienes la corona de flores lista para mandar a la fa­
milia Whitelaw?
Orson esperó a que Diane bajara del carruaje. Violet
le quitó el paraguas a su mayordomo con brusquedad,
hecho que aprovechó el anciano para ofrecerle el brazo
a su nieta para que ambos pudieran pasear juntos.
—Pensé que sería mejor enviarla después de que
apareciera la necrológica en el diario. Quizás debería­
mos esperar unos cuantos días para que pueda fingir
que está destrozada por su muerte.
Violet caminó con elegancia y presencia hasta su ho­
gar, donde los lacayos y el resto del servicio le espera­
ban con las puertas abiertas, haciéndole reverencias a
su paso.
—No podemos hacer eso, Orson. Tenemos que man­
tener unas normas de protocolo y yo nunca he sido una
buena actriz.
Los tres entraron al recibidor de la mansión, de­
corado con ricas alfombras de Oriente y retratos de
miembros de la familia Conrad.
—Permitidme discrepar, milady. Cualquiera diría
que sois una bestia ávida de sangre cuando os disfrazáis
de Orlando.
La señora Giggs, el ama de llaves, le pidió a Violet el
paraguas y le indicó que la cena estaba lista. Cuando la
26
Orlando Vengador
anciana se marchó, la señora de la casa sonreía.
—Oh, Orson, sobreestimas mi talento, querido.
El mayordomo torció el gesto y Diane agachó la
cabeza, como si la estuvieran reprendiendo, cuando
Lady Conrad la miró.
—¿Creéis que podéis fiaros del hombre al que sobor­
nasteis? —preguntó Orson
Violet recordó al pistolero que vigilaba el pub donde
Lord Whitelaw había acudido, el hombre al que Or­
lando había conseguido embaucar con una pequeña
bolsa de monedas de oro.
—No podrá decir nada de mí. Además, no querrá que
lo involucren con el asesinato de Lord Whitelaw. Las
grandes familias del crimen están nerviosas; pueden
hacer cualquier tontería.
Diane se soltó del brazo de su abuelo y pidió per­
miso para retirarse. Con desgana, Violet le concedió
la dispensa y se quedó a solas con Orson, que la acom­
pañó hasta el comedor y se dedicó a velarla mientras
ce­naba, sin hacer más preguntas a su señora. No obs­
tante, cuando Violet comía con apetito su segundo
plato, el mayordomo no pudo evitar seguir expresando
su opinión.
—Si me permitís el atrevimiento, lo que estáis ha­
ciendo es una locura. Solo tenéis una espada, cuchillos
y vuestros trucos de mago barato para enfrentaros a
esos criminales. Milady, si continuáis siendo Orlando,
mucho me temo que prepararemos vuestro funeral más
Rubén Fonseca
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pronto que tarde.
Violet dejó los cubiertos sobre la mesa. La comida
había adquirido un sabor amargo.
—No me apetece enfrentarme a quien no debo. Solo
quería librarme de unos cuantos personajes molestos.
No volveré a ser Orlando. Te lo prometo.
—No es cuestión de que me prometáis nada, milady —replicó Orson sin perder la compostura—. Solo
quiero haceros ver cuánto peligra vuestra integridad si
continuáis con este juego. Ignoro qué hicisteis en Italia
y España, o en el Cuerno de Oro. Tal vez allí ese Or­
lando que creasteis os protegiera, pero aquí solo será
vuestra perdición.
Violet apartó los platos, dando a entender a Orson
que podían ser retirados.
—Muchas gracias por preocuparte por mí. Tal vez
deberías cuidar igual de bien a Diane y no permitir que
pase la noche fuera, esperando mi regreso.
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